Aunque a algunos les haya parecido una eternidad o una fecha ya transcurrida, Andrés Manuel López Obrador acaba de cruzar, apenas, el umbral de su segundo año de gobierno. La profunda polarización –que él no generó, por cierto, sino de la cual su llegada al poder es más bien resultado– hace que el balance de lo que va de su gestión registre no pocos extremos: entre los que ven cerca el abismo y los que presienten que estamos por tocar el cielo.

Intentar ponerse por encima de las antípodas parece una decisión sensata, pero de muy difícil ejecución. Y no es que en los periódicos y medios electrónicos serios falte voluntad para ello (en las redes, ávidas precisamente de ruido y furia, es imposible), sino que los hechos imponen conclusiones que solo las anteojeras ideológicas impiden ver.

Han pasado demasiadas cosas y, por supuesto, muchas de ellas admiten en su interpretación diversos matices. A unos les pareció prudente la solicitud de perdón al rey español por lo que sea que haya ocurrido hace 500 años, y otros lo juzgaron como un mero despropósito; algunos más consideraron positivo que el presidente viaje en líneas comerciales, mientras que otros (como yo) pensamos que es un gesto innecesario y demagógico toda vez que cuesta más tener guardado el avión presidencial.

Pero a pesar de lo importantes que parezcan estos temas (y ha habido muchos de este tenor en la agenda), resultan casi anecdóticos frente a otros que de modo indiscutible son sustantivos, digamos vitales, y que no en balde son parte de las preocupaciones elementales de cualquier ciudadano.

El primero es la seguridad. En el largo plazo, como bien dijo Keynes, todos estaremos muertos. Sí, pero en el México de hoy todos tenemos más probabilidades de estarlo dentro de un rato, mañana o pasado, quién sabe. Una ola de violencia descomunal –aun para los parámetros nacionales: “el mexicano ha perdido las proporciones del horror”, decía José Revueltas– nos arrasa como sociedad y se ha convertido en el principal problema que enturbia la imagen y popularidad (incuestionable) del presidente López Obrador.

No la generó su gobierno, es obvio, pero durante este lapso ha crecido en forma alarmante, por más que el primer mandatario cuente con “otros datos”. Si el año pasado fue el más peligroso de la historia mexicana con 36 mil 685 homicidios dolosos, en 2019 ya superamos ese número, aunque el secretario de Seguridad, Alfonso Durazo, crea que la estadística puede cambiar en los próximos días. Pero mientras se produce lo que sería un milagro estadístico todos sabemos que los abrazos no han detenido los balazos. El fracaso en este terreno es proverbial.

Ahora bien, más allá del doloroso costo en vidas y del traumatismo social ya perceptible en buena parte del país, la violencia tiene también un costo económico que se suma a los diversos factores por los que el crecimiento del país viene siendo bajo desde hace años y ahora nulo. Hay quienes lo cifran, conservadoramente, en más de 5 billones de pesos. Así que, bien visto, no sólo es el principal problema social sino también un factor muy grave en lo económico, porque refleja la desconfianza y el temor de los inversionistas que saben que el Estado mexicano no es capaz de garantizar un entorno mínimamente seguro para los negocios (y los ciudadanos). Y si a eso sumamos las señales dadas a los mercados con la cancelación del aeropuerto de Texcoco y la tozuda apuesta de política energética con la refinería de Dos Bocas, el panorama se muestra muy incierto.

Mientras el presidente López Obrador ignore la relación (no mecánica, desde luego) que hay entre crecimiento económico y desarrollo no valorará correctamente el significado del crecimiento cero. Igualmente, mientras no crea que solo una educación de calidad puede ser motor del desarrollo, seguiremos dejando en manos de la CNTE su autoevaluación y la educación de los niños (de los más pobres, por cierto, que en esto pareciera que son los que menos merecen).

Por lo que hace a nuestra vida democrática, las cosas no apuntan precisamente a su fortalecimiento. La arbitraria e inconstitucional ampliación del mandato del gobernador de Baja California, Jaime Bonilla, tiene hoy –gracias a la opinión técnica del Tribunal Electoral Federal– menos oportunidades de concretarse; sin embargo, la intentona de modificar, como señaló el Instituto Nacional Electoral en su momento, “las reglas del juego, después de que el juego terminó”, son un peligroso antecedente. Y es un asunto que (¿experimentalmente?) han dejado correr, lo mismo el Jefe del Ejecutivo que la Secretaría de Gobernación. Cabe esperar que pronto la Suprema Corte de Justicia –si es que para entonces no está envuelta ella misma en una elección irregular de su nueva ministra– acote de una vez por todas las inconstitucionales pretensiones de Bonilla.

En otros ámbitos el daño está hecho. La imposición de la titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, Rosario Piedra Ibarra, luego de un desaseado proceso, así como el recorte presupuestal al Instituto Nacional Electoral y la promoción, por parte del partido Morena, de una reforma que podría acortar la gestión de Lorenzo Córdoba al frente de este organismo y modificar las atribuciones del organismo, son parte de una serie de acciones que buscan restar o francamente dejar sin autonomía a las instancias que han servido hasta hoy de contrapeso, en un caso, o que son garantes de la equidad electoral, en el otro.

Ojalá que por lo menos en el tema del INE impere la cordura política y el respeto por un organismo gracias al cual, por ejemplo, el triunfo electoral de López Obrador tuvo certidumbre y legalidad.

Hace un año unos jóvenes entusiastas que habían votado por AMLO me decían, con toda razón, que era muy pronto para aventurar juicios sobre cuál sería su desempeño como presidente. Hoy, si los volviera a ver, les diría que los resultados de un año en materia de violencia, crecimiento y desarrollo político son pésimos, inciertos y muy preocupantes, respectivamente. Pero también les diría, alimentando su optimismo imparcialmente: el gobierno tiene cinco años por delante. Veo muy difícil que el presidente López Obrador quiera cambiar el rumbo. La realidad, sin embargo, tampoco cambiará su curso. Y la verdad de Perogrullo (“que a la mano cerrada la llamaba puño”) es cosa clara: la realidad siempre se impone.*

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@arielgonzlez
Fb: Ariel González Jiménez

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