Como Secretario General de las Naciones Unidas, dedico una gran cantidad de tiempo a hablar con los líderes mundiales y a mantenerme al tanto de las tendencias mundiales. Tengo claro que las relaciones internacionales se encuentran ahora en un momento determinante. La toma de decisiones a nivel mundial se estanca demasiado a menudo como consecuencia de una paradoja fundamental que anida en su seno.

Por un lado, muchos de los líderes mundiales actuales identifican las amenazas comunes a todos: la enfermedad por coronavirus, el clima, la falta de regulación en el desarrollo de las nuevas tecnologías. Todos están de acuerdo en que debe hacerse algo al respecto. Sin embargo, ese entendimiento común no va acompañado de medidas mancomunadas.

Es más, las divisiones no hacen sino acentuarse.

Podemos verlo por doquier: en la distribución injusta y desigual de las vacunas; en un sistema económico mundial diseñado para perjudicar a los pobres; en la respuesta totalmente inadecuada a la crisis climática; en tecnologías digitales y un entorno mediático que se benefician de la discordia; y en los crecientes disturbios y conflictos en todo el mundo.

Entonces, si el mundo está de acuerdo con el diagnóstico de estos problemas comunes, ¿por qué es incapaz de responder ante ellos de forma eficaz?

Veo dos razones fundamentales. En primer lugar, la política exterior se convierte a menudo en una proyección de la política nacional.

En mi condición de exprimer ministro, soy muy consciente de que, a pesar de las buenas intenciones, las políticas nacionales pueden acabar secuestrando los asuntos internacionales. Con demasiada facilidad, lo que se percibe como interés nacional acaba imponiéndose a un bien mundial más general.

Es un impulso comprensible, aunque resulte errado en los casos en los que la solidaridad redunda en el interés del propio país.

Las vacunas son un excelente ejemplo. Todos comprendemos que un virus como el del Covid-19 no sabe de fronteras nacionales. Necesitamos la vacunación universal para reducir el riesgo de que surjan nuevas y más peligrosas variantes que acaben afectándonos a todos, en todos los países.

En lugar de dar prioridad a la vacunación universal por medio de un plan de alcance mundial, los gobiernos han centrado sus medidas en salvaguardar a sus ciudadanos. Pero con esa estrategia se quedan a medias.

Por supuesto, los gobiernos deben garantizar la protección de su propia población. Sin embargo, a menos que en paralelo contribuyan a vacunar al mundo, la aparición y propagación de nuevas variantes podría provocar que los planes nacionales de vacunación acaben siendo inútiles.

En segundo lugar, muchas de las instituciones o marcos mundiales actuales han quedado obsoletos o carecen de fuerza, y las reformas necesarias se ven obstaculizadas por divisiones geopolíticas.

La Organización Mundial de la Salud, por ejemplo, dista mucho de disponer de la autoridad necesaria para coordinar la respuesta a las pandemias mundiales.

Al mismo tiempo, otras instituciones internacionales con más poder están paralizadas por las disensiones (como el Consejo de Seguridad) o son poco democráticas como muchas de nuestras instituciones financieras internacionales.

En resumen, la gobernanza global está fallando precisamente en un momento en el que el mundo debería trabajar de consuno para resolver los problemas de alcance mundial.

Tenemos que actuar juntos en interés propio, a escala tanto nacional como mundial, para proteger bienes públicos globales clave como la salud pública y un clima habitable en los que se apoya el bienestar de la humanidad.

Esas reformas serán esenciales si queremos cumplir las aspiraciones comunes de nuestros objetivos globales colectivos en materia de paz, desarrollo sostenible, derechos humanos y dignidad para todos.

Se trata de un ejercicio difícil y complejo en el que deben tenerse en cuenta cuestiones de soberanía nacional.

Ahora bien, la inacción no es una opción aceptable. El mundo necesita desesperadamente mecanismos internacionales más eficaces y democráticos con los que resolver los problemas de la gente.

Si algo nos ha enseñado la pandemia es que nuestros destinos están ligados. Cuando dejamos a alguien atrás, nos arriesgamos a quedarnos todos atrás. Las regiones, los países y las personas más vulnerables son las primeras víctimas de esta paradoja de la política mundial. Pero todos, en todas partes, estamos directamente sometidos a la misma amenaza.

La buena noticia es que podemos hacer algo ante esos retos globales. La humanidad puede resolver los problemas creados por la propia humanidad.

El pasado mes de septiembre publiqué un informe sobre estas cuestiones. Nuestra Agenda Común es un punto de partida; una hoja de ruta para que el mundo actúe de consuno, en solidaridad, a fin de abordar estos problemas de gobernanza y revitalizar el multilateralismo para el siglo XXI.

El cambio no será fácil, ni se producirá de la noche a la mañana. Pero podemos empezar por encontrar espacios de consenso y avanzar en la dirección del progreso.

Esta será la mayor prueba a la que nos enfrentemos, porque es mucho lo que está en juego. Ya estamos viendo las consecuencias. A medida que la gente empieza a perder la confianza en la capacidad de respuesta de las instituciones, se corre el riesgo de que también pierda la fe en los valores que subyacen a esas instituciones.

En todos los rincones del mundo asistimos a una erosión de la confianza y lo que, me temo, es el ocaso de los valores comunes.

La oscura sombra de la injusticia, la desigualdad, la desconfianza, el racismo y la discriminación se cierne sobre todas las sociedades. Debemos restablecer la dignidad y la decencia humanas y encontrar la manera de responder a las preocupaciones de la gente.

Enfrentados a crecientes amenazas interconectadas, a un enorme sufrimiento humano y a riesgos que nos atañen a todos, tenemos la obligación de alzar la voz y pasar a la acción para atajar el peligro.

António Guterres es el Secretario General de las Naciones Unidas.

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