Tras el trágico deceso de su joven esposo Mariano Abasolo, Manuela Taboada y su hijo Rafael, en 1817, emprendieron el regreso a la Nueva España con el apoyo de sus familiares. Pero la insurrecta volvía a una nación convulsa que anhelaba la emancipación. Consumada la Independencia, el 1 de julio de 1823, el diputado Carlos María de Bustamante solicitó: “Que a la esposa del general D. Mariano Abasolo se le asigne una moderada pensión con que subsista ella y su hijo, no sólo en remuneración de los servicios de su esposo, sino de la fidelidad con que le sirvió en prisión”. La viuda agradeció el gesto.

Un año más tarde, el joven Rafael Abasolo y Taboada, ya con 18 años, hizo una propuesta al Congreso para que se amortizara lo que su familia materna había dado a la insurgencia. Y aunque no recuperaron exactamente lo aportado, se les dotó con la hacienda “El Rincón” —hoy rancho Santa Margarita— que Manuela administró hasta el 29 de septiembre de 1845, fecha en que falleció a los 59 años. La vida de los descendientes fue apacible y sin escándalos periodísticos, únicamente sobresale que, en 1864, para encabezar las fiestas de Independencia, el emperador Maximiliano, en tránsito hacia Dolores, fue alojado en la casa de Abasolo, “y concurrió a la comida, entre otras personas, el nieto de aquel héroe”.

En 1884, a casi 40 años de la muerte de Manuela, Gustavo Baz, como miembro de la legación mexicana en España, recordó a Abasolo y se impuso la tarea de recuperar sus restos; la prensa lo celebraba: “El secretario encontró en los archivos el acta de defunción del compañero de Hidalgo (…) El señor Baz se ocupa en averiguar el número del nicho y ha emprendido viaje a Cádiz para recoger las cenizas del héroe y trasladarlas a México”. Un revés truncaría los planes de volver los restos a la patria: “Del registro del enterramiento de cadáveres en el cementerio católico de esta ciudad, (…) se sabe que fue enterrado el cadáver de D. José Mariano Abasolo, en el primer patio, en media sepultura, con el número 130. Por haber sido removido dicho patio, los restos que existían en esa época fueron exhumados y trasladados a otras fosas; y más tarde fueron trasladados a otras, sin tomar de ello nota y, por tanto, hoy es casi imposible saber dónde se encuentran, y lo que es más sensible, no hay un medio seguro para identificar los verdaderos restos de tan ameritado patriota, imposibilitando esto la debida repatriación”.

Con este panorama, el destino le negó a Abasolo el retorno a casa como precio por renegar del movimiento libertador y delatar a sus compañeros de lucha. En cambio, el sufrimiento de Manuela no sería tan ignorado. Porfirio Díaz reconoció el adeudo de los 40 mil pesos en oro con que la familia Taboada había apoyado al cura de Dolores. La reclamante era Ana María Galván, viuda del único nieto de Mariano y Manuela. El pago se hizo efectivo pues se presentó el documento firmado por Hidalgo donde se comprometía a saldar la cantidad y así se concluía con los compromisos del Padre de la patria.

Otra bondad de la memoria mantiene vivo el recuerdo de Manuela entre los gaditanos, como lo demostró Rafael Alberti en alguna charla: “¿Sabes que en Puerto de Santa María vivió de amor una mexicana? (…) Se llamaba Manuela Taboada. Vivió aquí de amor. Me los dijeron una vez de niño. No sé quién me lo contó. Algún poeta de la ciudad. Algún erudito. Y era ella fina y más fina, aún más fina, casi desvaneciéndose en el aire”.

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