La tenacidad de Manuela Taboada la llevó a intentar conseguir amparos para que Mariano Abasolo no recibiera castigo. Traspuso montañas y desiertos por llegar a Chihuahua. Ahí, le escribió a Félix María Calleja que el reo era inocente, que su participación en la insurgencia comenzó “cuando el cura Hidalgo dio principio a su temerario y detestable proyecto. Mi esposo, señor general, no estuvo instruido de él, de antemano, ni asistió a juntas ni a formación de planes. El día que principio la revolución, ese día fue instruido por Allende y el cura, y precisado en el acto a seguirlos, se excusó pretextando inconvenientes (…) pero le obligaron a pasar a San Miguel al día siguiente por estrecha orden que le comunicaron”, por lo que solicitó el indulto.

Ante la exigencia de pruebas, Manuela se comprometió a conseguirlas y ofreció como garantía la vida de Rafael: “Por último, señor, voy a dar a V. S. la última prueba de sinceridad de mi oferta: Un hijo tengo de una tierna edad, único objeto de mis delicias y amor en la cara ausencia de mi amado esposo (…) sacrificaré todos los afectos maternales, quedará mi hijo en rehenes a disposición de V. S., mientras restituyo a esta ciudad. V. S. es humano, es sensible, pondere que contraste de afectos lucharán en mi afligido corazón”.

Manuela se trasladó a Guadalajara para recabar testimonios que dieran fe de su dicho y “realizó todas las gestiones que estuvieron a su alcance para salvar a su esposo, recorriendo de ida y vuelta el trayecto desde Chihuahua hasta el centro del país, en ocasiones a lomo de mula, en ocasiones caminando”. Las confesiones que consiguió fueron otorgadas ante notario, como la de Roque Abarca: “El día 13 de enero tuve noticias de que estaba decretado mi sacrificio para aquella noche (…). A las cuatro de la tarde llegó Abasolo ofreciéndome volver por mí luego de que oscureciese, para llevarme a un asilo, si lo tenía, y de lo contrario a su casa donde había escondido a siete europeos. (…) En el momento en que nos separamos me repitió con frecuencia unas últimas palabras ‘¿Ve usted su infeliz suerte? Pues yo la cambiaría por la mía, porque usted acaba esta noche muriendo o salvándose, pero y ¿en qué pararé metido en esto?’”.

Al final, los esfuerzos de Manuela dieron un fruto amargo: su hermano Pedro y su primo Ignacio Camargo fueron pasados por las armas y, tras dubitaciones de Calleja, la pena de Abasolo se dictó el 29 de julio de 1811: “En presidio por diez años, confiscación de sus bienes y afrenta para sus hijos”. No se sabe con certeza cuánto tiempo estuvo preso en el estado norteño. Las fechas que se han señalado oscilan entre 1812 y 1814. Su paisano José María Luis Mora se inclina por la primera. Más tarde, fue trasladado a San Juan de Ulúa, por lo que su esposa volvió a recorrer, de nuevo, la mitad del país para acompañarlo.

La prisión veracruzana contuvo al militar hasta enero de 1815, cuando fue embarcado en la fragata de guerra “Prueba”, con rumbo a España. Manuela cobró otro empeño y se dispuso a seguirlo allende el mar. Sin más dinero, puso a disposición del comandante de la nave, Francisco Javier de Ulloa, unas joyas a cambio de un pasaje junto a ratas y prisioneros. Se dice que Ulloa, en un acto de piedad al verla con un niño, no cobró por el incómodo viaje que, tras varias vicisitudes, terminó el 7 de octubre de 1815 en Cádiz, según la bitácora del barco.

Ya en la península, con su vástago y sin dinero, Manuela obtuvo una forma de piedad a través de los celadores, que les permitieron alojarse con Abasolo en su celda del Castillo de Santa Catalina en el Puerto de Santa María. El encierro apenas duró unos meses, pues Mariano enfermó y murió el 16 de abril de 1816.

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