En 1808, Napoleón creó la Orden de las Palmas Académicas como un reconocimiento para aquellos que contribuyeran al desarrollo cultural de Francia. Hacia 1866, la presea cambió su estructura y se permitió que los extranjeros también pudieran ser considerados para obtenerla. Cien años después de su fundación, dicho reconocimiento le sonrió a la polifacética morelense Virginia Fábregas quien, con treinta y seis años, ya tenía una compañía teatral, había realizado exitosas giras por América Latina y Europa y poseía su propio teatro en la calle de San Andrés. Sus puestas en escena eran principalmente obras francesas como “La dama de las camelias”, por lo que su aprecio y sensibilidad hacia aquel país era evidente, e incluso los galos la conocían como la “Sarah Bernhardt mexicana”.

El primero de mayo de 1908 se dio a conocer que “la bella y discreta actriz, ha sido agraciada con las ‘Palmas Académicas’. El gobierno francés, en vista de lo mucho que había hecho para propagar las ideas francesas, confirió a Virginia la Orden en el grado de Oficial de Instrucción Pública”. Tan solo con el anuncio, la fama de la empresaria acrecentó y era requerida en todos los círculos sociales para homenajearla.

La ceremonia oficial se llevó a cabo dos meses después, el 14 de julio, en el marco de las fiestas por la toma de la Bastilla. El lugar elegido fue su mismo teatro, donde además de honrar el trabajo de la actriz, se festejaría a la cultura francesa, por lo que la aristocracia, los altos funcionarios y el cuerpo diplomático acreditado se dio cita, todos encabezados por Porfirio Díaz y Ramón Corral, quienes disfrutaron de un ambiente parisino. El presidente, ataviado de frac civil, portaba en su pecho la banda de la Gran Cruz de la Legión de Honor. “Pocas veces se ve un teatro perfectamente lleno de un público elegante y entusiasta. Y añádase a esto que, en dicho selecto público, descollaban por su belleza y por sus toilettes riquísimas damas distinguidas de la mejor sociedad”.

Luego de una representación de “La gendre de mousieur Poirier” a cargo de la Compañía Francesa de la Comedia, la cantante Marie Louise Deboigs amenizó la velada. Al terminar el número, Virginia, ataviada con seda escarlata bordada con lentejuelas de oro, recibió el galardón, formado por dos palmas plateadas entrelazadas, de manos del poeta Augusto Gening, quien le dirigió un hermoso discurso, ensalzando sus cualidades y su talento, haciendo notar la justicia del reconocimiento. Al final, arengó: “Es una costumbre de la colonia francesa cerrar una función expresando el agradecimiento del país que nos ha dado abrigo. Permítasenos hacer tres brindis, uno por México, otro por el general Díaz, el hombre sabio que preside nuestros destinos y uno más por el país que nos engendró”.

Ante la emoción de Virginia, la concurrencia se levantó como si de un solo cuerpo se tratara y estalló en una larga y estruendosa ovación. Luego, los artistas entonaron la Marsellesa, e inmediatamente después comenzaron los acordes del Himno Nacional.

A pesar de las pérdidas que le causó la Revolución, los éxitos de la gran dramaturga continuaron. De las tablas hizo un giro, casi natural para la época, al cine. Entre sus obras filmográficas sobresalen “Fruta amarga” y “Una luz en el camino”. Para honrar su trayectoria, el gobierno de Miguel Alemán ordenó que, tras la muerte de Virginia Fábregas en 1950, sus restos descansaran en la entonces Rotonda de los Hombres Ilustres, espacio que hoy ocupa con otras siete mexicanas.

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