Tras los pronunciamientos de Guadalajara y Puebla, se generalizó el clamor para que Santa Anna se perpetuara en el poder y asumiera el carácter de Gran Elector. Sus incondicionales estaban convencidos de que Su Alteza Serenísima era el único hombre capaz de dirigirnos y poner orden después de más de 30 años de anarquía.

Sin embargo, el xalapeño sometió a la consideración de su Consejo de Estado —un órgano de notables formado por 21 personas cuya función era asesorar al Presidente y que tuvo su fuente en las “Bases para la administración de la república hasta la promulgación de la Constitución” de 22 de abril de 1853— la decisión final.

Dentro de esas peculiaridades en las que está envuelta nuestra historia, uno de los más destacados integrantes del Consejo de Estado santanista fue Agustín Cosme de Iturbide y Huarte, el último de los hijos de nuestro Emperador, que casualmente fue derrocado por el propio Santa Anna.

Dicho órgano colegiado se reunión el 15 de diciembre y, después de considerar que habíamos transitado por “una sucesión de ensayos para constituir a la nación; adoptando diversos sistemas y teorías, habiéndose querido adoptar las prácticas de otras naciones y las ideas más generalizadas en el mundo civilizado”, se había errado “al no tener en cuenta la parte práctica, tan necesaria para el acierto y sin atender a los usos, costumbres e ideas dominantes de los mexicanos”, faltando “siempre la base principal de una buena combinación y se recogían dolorosos efectos de los errores que siempre son graves en materias políticas (…). Desde el grito de independencia hasta la última revolución que hemos tenido, hubo una continuación de sacrificios en que algunas generaciones se han estado ofreciendo en holocausto por el bienestar de las generaciones futuras”, reconocieron que “hoy han consumado el que sin duda es el último y más importante de sus actos, han confiado en un hombre solo, y a este le han encomendado la conclusión de aquella empresa que comenzó con el holocausto de sus primeros hijos y que terminará con los esfuerzos de aquel en quien hoy han depositado sus destinos”.

Por lo que hicieron un atento exhorto: “Grande es lo que se exige al excelentísimo señor presidente, pero un hombre dotado de patriotismo ardiente, de un inmenso valor civil y del deseo de su gloria y la de su patria, no debe titubear. Acoja con entusiasmo ese poder, eche sobre sus hombros esa responsabilidad tremenda, y dígalo a la nación, que se considera con fuerzas para salvarla y para darle vida, que la pondrá en la senda de prosperidad y grandeza a que desea llegar, que no desconoce cuánto necesita para volver a la salud; pero que todo se propone poner en ejercicio. Restituidos a su vigor los elementos que estaban disolviéndose, no olvidará la ilimitada y honrosa confianza que se le dispensa, así como la nación reconocerá que su consagración es también un sacrificio, y no excusará el noble propósito de contribuir a reestablecer todos los ramos de la administración fundado en la justicia, en el respeto a los derechos del hombre, y en el anhelo por el bien general”.

Y concluyeron: “Excelentísimo señor presidente, es una rigurosa necesidad aceptar ese voto que se ha manifestado; la menor vacilación sería una mala correspondencia, y ojalá que los resultados sean conformes a las miras de la nación y a los propósitos del hombre a quien se confía tanto poder y tantas esperanzas”.

Con delicadeza, a pesar de los más altos llamados, Santa Anna aún dudaba de aceptar los honores que se le ofrecían sin que él los hubiera buscado. Era una finísima persona.

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