Durante los 60, la contracultura no sólo involucraba drogas, sexo y rock, también la literatura jugó un papel importante en la oposición contra las hegemonías. Los versos eran el vehículo para las declaratorias políticas, producto natural de la Guerra Fría. Los poetas, aunque parezca ficción, gozaban de una fama inusitada. Prueba de ello fueron los festivales realizados en Londres a finales de esta emblemática década.

Ted Hughes, escritor inglés, fue quien concibió la idea de cuatro días de poesía en voz alta que tendrían lugar del 12 al 16 de julio de 1967. Los participantes debían ser escritores extranjeros de fama mundial. Conseguir la confirmación de los autores fue el principal problema de Hughes. El segundo, el magro presupuesto que el Consejo de las Artes de Gran Bretaña le había destinado.

El desbarajuste y los imprevistos fueron la constante a lo largo de “Poetry International”. No conforme con eso, quienes ya se encontraban en Londres eran víctimas de sustancias espirituosas que los dejaban indispuestos y los organizadores debían reprogramar sus actuaciones, so pena de padecer los reclamos de una multitud de fanáticos. Con el viento en contra, el miércoles 12 a las 19:45, el Queen Elizabeth Hall albergó a poco más de 916 almas. De acuerdo con la prensa, otro medio millar fue rechazado por no tener boleto. The Observer ironizó: “Conseguir un público es el único problema que los organizadores no han tenido”.

En la cartelera podía ubicarse a autores como W. H. Auden, Hans Magnus Enzensberger, Giuseppe Ungaretti, Allen Ginsberg, Anne Sexton, Pablo Neruda, Octavio Paz, John Berryman, entre otros gigantes de la escritura del siglo XX. Sexton se robó la inauguración al subir en silla de ruedas, con la cadera rota y, al terminar su lectura, lanzar besos como cantante a su público.

El ambiente en las calles se contagió de bohemia. El primer día del festival coincidió con el cumpleaños 63 del autor de Canto a Stalingrado. Neruda quiso festejar en un barco sobre el Támesis. Vargas Llosa recuerda: “Preparó un cóctel que nos emborrachó a todos después de la primera copa. Absolutamente explosivo, que tenía muchas cosas, entre ellas champagne”. Esa noche no todo fue alegría para el chileno. Apartado en la oscuridad, en un radio maltrecho, escuchó cómo Miguel Ángel Asturias se hacía con el Premio Nobel, negándole otro año más la gloria sueca.

De Ginsberg no se podía esperar cosa menor, consiguió colarse a un encuentro musical: “Pasé una noche viendo a Jagger, Lennon y McCartney componer el nuevo y estrafalario disco Dandelion Fly en el estudio. Los tres parecían las Gracias de Boticelli”. Todo se prestaba a magia y juego, incluso el nombre del lugar que albergó a los bardos no escapó de su ingenio. Sexton no se contuvo: “Descubrir que me estoy quedando en el Hotel 69 me ha puesto a reír a carcajadas. (…) ¡Hotel 69! ¿No saben que tengo una cadera rota?”. Además de la agudeza de los invitados, el hotel fue víctima de sus estragos, Berryman, continuamente borracho, mojaba la cama, por lo que la administración lo desalojó.

El día 15, el único mexicano presente se adueñó del escenario, su “español estaba tan claramente pronunciado que casi podía ser seguido por los ignorantes del idioma” y los versos “Tengo hambre de vida y también de morir/ Sé lo que creo y lo escribo” vibraron en los espectadores. El cierre del festival fue apoteósico, Ungaretti y Ginsberg se encargaron de dejar claro el poder de la poesía, su presentación rayó en el performance, hasta que el anciano italiano saltó sobre su asiento y, desfallecido, comenzó a balbucir: “¡No puedo más!”.

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