El miércoles 31 de mayo de 1911, vistiendo un traje negro, abrigo y sombrero, Porfirio Díaz se preparaba para abordar el Ypiranga y partir al destierro. Días antes había salido rumbo a Veracruz, escoltado por el 25° Batallón de Infantería, al mando del general de brigada Victoriano Huerta. Cuando llegaron al puerto ya había soldados que custodiaban las calles aledañas al lugar donde se alojarían. El cortejo militar obedecía al temor de que fuera mal recibido por los veracruzanos, sin embargo, su partida no sólo fue pacífica, sino entre aclamaciones y añoranzas.

En el banquete previo, Huerta brindó una alocución en la que le vaticinaba que podría retomar el mando en cualquier momento, pues no sentía empatía con la situación política: “Séame permitido mi general, suplicar a usted en mi nombre y en el de mis subordinados los señores oficiales, nos conceda darle un abrazo de despedida y aceptar en nombre de la tropa, que ha venido a mis órdenes y ha tenido la alta honra de acompañar a usted, hasta esta ciudad, de aceptar la más respetuosa y sincera despedida, con el anhelo cordial que todos tenemos (…) porque vuelva pronto a su patria, en donde siempre encontrará el respeto y cariño del ejército y con su incondicional adhesión. (…) En el recuerdo de nosotros y grabado en el corazón, existen todos los hechos gloriosos que ha conquistado usted.”

Según las crónicas, el mensaje de Huerta arrancó las lágrimas de Díaz, que pronto se aprestó para responder, a su futuro homólogo, que él también sentía un gran aprecio por quienes no habían tomado partido por la revolución maderista: “Al presentar mi renuncia (…) en favor de la tranquilidad del país, profundamente agitado desde hace algunos meses, debo dirigirme a ustedes, mis compañeros de armas, para hacerles presente, ante la Nación entera, mi profundo reconocimiento como jefe Supremo del Gobierno, por su fidelidad acendrada, por su heroísmo, por nuestros peligros y trabajos, que los han llevado tantas veces al sacrificio cumpliendo así con un santo deber, en las horas amargas de prueba y de sufrimiento. (…) No tengo derecho a pedir nuevos sacrificios, no debo consentir en que se pierdan por la defensa de la legalidad, mayor número de vidas y de propiedades. (…) Su antiguo caudillo les dice adiós y les estrecha las manos; en ellas entrega en gran parte, la dignidad y el decoro de la República, seguro de que sabrán conservar depósito tan sagrado, en medio de las desventuras y males presentes.”

Otro simbólico abrazo tendría lugar en nuestra historia, en este caso entre Díaz y Huerta. Testigos de éste fueron el gobernador de Veracruz, la milicia y una multitud que atiborraba los muelles y malecones. “Ya se convencerán, por la dura experiencia, de que la única manera de gobernar bien el país es como yo lo hice”, le dijo Díaz en esos momentos finales.

De las huestes que formaron filas, muchos de ellos eran soldados venidos a menos, que se presentaron incluso en sandalias y vistiendo el uniforme con el que lucharon junto al oaxaqueño. Para concluir, Díaz agregó que en caso de que México lo necesitara ante una amenaza, él regresaría para ponerse de nuevo al frente de las tropas armadas.

Antes de zarpar, 21 cañonazos se dispararon entonces y se entonó el Himno Nacional. Más tarde se supo del contenido de una carta de Díaz a Huerta: “Al salir del territorio nacional, deseo una vez más manifestar (…) el agrado con que he visto el empeño de todos y cada uno de ustedes, por cumplir con los deberes que el honor militar y la disciplina imponen a nuestro ejército; no me ha sorprendido, sin embargo, el celo de todos ustedes; desde hace más de 50 años que tengo pruebas constantes de lo que es y lo que vale nuestro ejército, y ahora que de él me ausento, es para mí un motivo de orgullo, el ver su disciplina y heroico comportamiento; por eso, al retirarme, lo hago tranquilo, confiando en sus manos la santa enseña de la Patria.”

Díaz nunca más volvió y Huerta no olvidaría las palabras de su general.

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