Casi al final de la campaña presidencial de Adolfo López Mateos ocurrió uno de los eventos más sonados de aquellas fechas: una comida con intelectuales que tuvo lugar el jueves 19 de junio de 1958; el escenario fue el Salón de los Candiles del Hotel del Prado. El candidato fue recibido con grandes aplausos. La lista de asistentes no sólo resulta copiosa, sino destacada: matemáticos, ingenieros, arquitectos, literatos. La generación vasconcelista festejaba, al fin, su llegada al poder. Autores como Nellie Campobello, Max Aub, Rosario Castellanos, Andrés Henestrosa, Octavio Paz, entre otros, hicieron su arribo al lugar poco antes de la hora indicada: “En punto de las dos y media llegó el anfitrión, cuando ya muchos ocupaban su mano izquierda en sostener el highball, y la derecha en saludar a sus amigos”.

Al conjuntar a tantas mentes brillantes en un mismo sitio, las escenas curiosas no tardaron en hacerse presentes. Pita Amor, por ejemplo, llegó tarde, por lo que casi nadie notó su presencia: “Hizo un último esfuerzo por cruzar la pista e ir hasta frente al licenciado para estrechar su mano. Pero ya no había cámaras ni atención. Comió un poco, conversó con Andrés Henestrosa, y se marchó antes del café y los discursos”.

En otro espacio del salón, Paz conversaba con Lola Álvarez Bravo sobre diversos temas que iban de un innovador Laberinto hasta estrambóticos textos literarios: “Se habían enfrascado en una discusión del laberinto espinoso sobre la futura mecanización del amor. (…) El arquitecto Nicolás Mariscal había terciado en la plática que sostenían (…) nada más que ya hablaban de un nuevo libro, en el que un loco pone prendas íntimas de mujer a los árboles y espera que estos sean agitados por el viento. Aún no hay edición en español de este libro. (…) Leopoldo Zea y el doctor Arturo Rosenblueth escuchaban a Paz. Se había vuelto a la ‘mecanización del amor’. Alguien dijo que la tal mecanización sería muy efectiva, pues permitiría al hombre dedicarse por completo a pensar en otras cosas. Lola insistía en que lo de ahora ya no es goce, sino ‘gozonería’”.

También se podía ver al Dr. Atl acariciándose la luenga barba a la vez que llamaba con “la manita en alto” al nieto de Justo Sierra. El rector Nabor Carrillo charlaba con Manuel Sandoval Vallarta sobre la UNAM. Otros, sin más tema de conversación, señalaban la belleza de los candiles, como Arturo Arnáiz y Freg.

El lugar estaba lleno de reporteros, algunos invitados expresamente al evento, como Carlos Denegri y Jorge Piñó Sandoval, que aprovecharon el convite al igual que Salvador Novo para hacer una crónica pormenorizada del evento. Otros, que sólo cubrían la ocasión, inundaron el comedor con grandes cámaras de cine y televisión, que Alfonso Reyes no dudó en confundir con ametralladoras. Los camarógrafos se quejaban del calor y los meseros de las malas propinas.

Pese a ello, la importancia de la reunión radicaba en el discurso de los intelectuales dirigido a López Mateos por las expectativas puestas en él. El candidato comenzó el diálogo: “Reunirse es un medio que puede encauzar las labores humanas; aproxima a los hombres y tiende entre ellos lazos de entendimiento y amistad que significan mucho cuando llega la hora de obrar. Si para nosotros llegare el instante de trabajar sin cansancio por México, la compañía de ustedes y su comprensión darían mejor sentido y superior impulso a las tareas”. La replica estuvo a cargo de Alfonso Caso: “No es frecuente que, quien está avocado para asumir la más alta investidura del país (…), manifieste su interés en conocer los puntos de vista de los intelectuales, y los considera no sólo como ciudadanos que habitan tal o cual Distrito sino como individuos que tienen algo que decir a quien se espera que sea el Jefe de Estado.”

La comida entre la palomilla intelectual y López Mateos ha sido poco documentada. El evento fue breve, a las 16:30 horas todos se despedían de la figura de honor: “Para cada uno tuvo una frase afectuosa. A Vasconcelos le agradeció muy cumplidamente su presencia. Al Dr. Atl le insistió que fuera a verlo lo más pronto posible. A Julio Jiménez Rueda le rogó que le hiciera llegar ‘aquel trabajo a la casa de usted en San Jerónimo 217’. A Juan F. Olaguibel le preguntó qué estaba haciendo por ahora, a lo que contestó como pudieran hacerlo la mayoría de los escultores nuestros: ‘Nada, señor licenciado’.” Afuera, la tarde era lluviosa.

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