El 19 de julio de 1923, con la bendición de la jerarquía católica —misma autoridad que antes los había excomulgado—, se ordenó que, tanto el cuerpo como las cabezas de Aldama, Allende, Jiménez e Hidalgo, en unión de otros paladines de la Independencia, recibieran un magno homenaje y fueran enterrados en el Altar de los Reyes, ubicado dentro de la Catedral Metropolitana.

Rastrear las cabezas no presentó problemas. Era sabido por todos dónde se hallaban y, por precauciones del destino, alguien atinó a colocar las iniciales en los ilustres cráneos. Así sucedió en Guanajuato la recuperación: “En la tarde del domingo 31 de agosto se hizo la exhumación en el panteón de San Sebastián con las ceremonias religiosas establecidas para el caso y se colocaron las calaveras en una urna dorada con insignias, alegorías y motes análogos al objeto (…). Posteriormente se les hicieron los honores y salvas prevenidas por ordenanza para los capitanes generales. La procesión terminó en la iglesia parroquial, en que estaba (…) una tumba decorosa para colocar en ella la urna, a cuya custodia se destinó una compañía con sus oficiales que hicieron guardia durante la noche”.

El día siguiente, después de que terminó la misa de difuntos, se condujo el cofre hasta la primera garita de la ciudad, en donde se le hizo entrega al comandante de la escolta, quien abrió el receptáculo para verificar el sacro contenido y lo custodió hasta la capital de México.

Las fiestas que recibieron las cabezas en las demás plazas fueron similares. Pronto se les unieron los despojos de Pedro Moreno y de Xavier Mina. Se detuvieron en San Miguel el Grande, Querétaro, San Juan del Río, Tepeji, Cuautitlán, la villa de Guadalupe y la iglesia de Santo Domingo. Al llegar a su destino final, el catafalco que contenía las cenizas heroicas, separadas por láminas de plata, fue depositado en el citado Altar.

La suerte de los cuerpos fue distinta, ya que es factible que nunca se reencontraran con sus testas, primero por la dificultad de identificarlos y luego por la cerrazón de las autoridades eclesiásticas de Chihuahua, donde habían sido inhumados. Así, la mitad de los héroes “quedó flotando en el misterio […] y en la Catedral sólo estuvieron los cráneos”.

Pero el descanso de los próceres no sería eterno. Después de 70 años, la sociedad obrera “Gran Familia Modelo” gestionó que los “llorados despojos” tuvieran un nuevo sepulcro, ya que éste se encontraba afectado por la humedad. Hubo quien acusó al mismo clero de ser responsable del mal estado en que se hallaba la yacija. Luego de reunir dinero para un nuevo monumento, los restos fueron mudados a la capilla de San José, dentro de la misma Catedral. La fecha elegida para el reacomodo fue el 30 de julio de 1895, y la ceremonia fue presidida por Porfirio Díaz. Ese día el pueblo se desbordó en algarabía e inundó las principales calles de la metrópoli. Según narró la prensa, las calaveras descansaron en “el altar izquierdo (de) San José, en un monumento de mármol que remataba con una estatua que representaba a la nación mexicana llorando por sus hijos predilectos”.

Quiso la patria que este tampoco fuera el último tramo de Hidalgo y los suyos. Treinta años después, el 16 de septiembre, bajo la presidencia de Plutarco Elías Calles, los cráneos fueron colocados, con la misma solemnidad, pero menos furor, en la Victoria alada. Ansiosos de aire, volvieron a salir en 2010, por motivo del bicentenario, y quedaron un año expuestos en Palacio Nacional. En 2011, las testas volvieron al Ángel, postrimera morada de los decapitados en Chihuahua. Paradójicamente, al igual que en Granaditas, hoy se encuentran nuevamente cercados, alejados de la turba y sin la certeza de que ahí concluirán sus andanzas.

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