El escritor Federico Gamboa fue asiduo de burdeles y amante de meretrices. Entre ellas, además de placer, halló la inspiración para concebir a Santa, la protagonista de su más famosa novela. De entre sus tantas “santas”, resaltaba Esperanza Gutiérrez, la Malagueña, una “frondosa” fémina de alrededor de 35 años. Según relata en su diario, el 7 de marzo de 1897 la conoció en un baile de máscaras: “Mujer pública, española de origen, de una presencia agradable y con gran lujo en el vestir”.

El baile se llevó acabo en la calle Espíritu Santo y ocurrió, aparentemente, sin contratiempos. Sin embargo, el ambiente festivo pronto provocó que la Malagueña intercambiara copas y palabras con María Villa. Entre ambas había una rivalidad de amores, pues Villa, apodada la Chiquita, perdió los favores de uno de sus clientes favoritos por los encantos de la española. Luego de que Esperanza se retirara, María permaneció en la fiesta y continuó bebiendo. Alrededor de las cinco de la mañana, la Chiquita se encaminó a la casa de Esperanza y ahí le disparó en el ojo izquierdo y al instante perdió la vida. La homicida no intentó huir, por el contrario, esperó a la policía.

Pese a la conmoción, la nota no apareció en los periódicos hasta dos días después del crimen. Gamboa, quien en ese momento era jefe de la sección de Cancillería en la Secretaría de Relaciones Exteriores, se enteró de los hechos por su amigo el escultor Jesús F. Contreras y de inmediato se acongojó, porque si llegaba a figurar “en diarios y papeles, la gente de buena conciencia pondrá el grito en el cielo y a mí me pondrán en disponibilidad, que es prima hermana de la cesantía absoluta”.

Pese a ello, a Gamboa lo venció el morbo y mediante sobornos, logró tener un último encuentro con la occisa: “Dos muertas veíanse en la sala de autopsias: (…) una mujer del pueblo, cosida ya y de una anatomía lamentable, que la tuberculosis le diera fin; en la otra plancha, con forzada postura, reposaba la Malagueña, en desnudez absoluta sin tentaciones, desnudez de cadáver, los pies exangües, tirando a marfil viejo, las carnes exúberas manchadas de sangre; el rostro con horrible huella, abajo del ojo izquierdo, la huella del balazo que la quitó de penas; los labios, entreabiertos, con el rictus de los que se van de veras, y que lo mismo puede traducirse por sonrisa que por mueca, según lo que nos toque vislumbrar en la hora suprema (…) no aparté mis ojos, mirando cómo las moscas (…) paseábanse y revoloteaban por el cuerpo desnudo e indefenso; mirando sus carnes, ayer no más complacientes y sedeñas, y hoy rígidas, en descomposición palpable, en camino de los gusanos que han de devorarnos a todos, cuando nos llegue la vez”.

El cuerpo de Esperanza recibió extraños honores de sus conocidos, quienes pasearon el cadáver adornado por flores hasta su último reposo: “La prensa, no toda, vio aquel acto con indignación (…) le pareció un insulto a la sociedad. ‘Esas mujeres’ cuando dejan de existir, decían, no merecen otra cosa que el inmundo furgón de los muertos”.

María Villa fue juzgada y condenada a 20 años de prisión en la tenebrosa cárcel de Belén. Cuando escuchó su sentencia, sufrió un ataque de pánico. Al paso del tiempo se fue adaptando a su nueva vida, y durante su etapa de reclusa se dedicó a la cocina y a instruir a las internas, por lo que su pena disminuyó cuatro años.

Seis años después, Gamboa ensayó la vida de una mujer “pecadora” y escribiría: “El sufrimiento, el amor y la muerte habían purificado a Santa”.

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