La generosidad de los primeros gobiernos independientes con los sucesores de los insurgentes trajo como consecuencia que se multiplicaran las peticiones de recompensas de supuestos vástagos, destacando los que alegaban ser parientes consanguíneos de Ignacio Allende.

El caudillo contrajo nupcias en 1802, sin embargo, su matrimonio duró apenas unos meses y en esa unión no hubo estirpe. Aunque fue conocido por sus amoríos, Allende no reconoció a ningún hijo y el único que tuvo posesión de estado fue Indalecio, asesinado en Acatita de Baján.

De entre todos los requerimientos destaca el de Juana María Allende, una aparente hija natural. De ella se desconoce por completo su origen y en su acta de defunción se ratifica la incógnita: “Hija legítima (así) del general de división Ignacio Allende, se ignora el nombre de la madre”. Nació alrededor de 1806 en la misma tierra que el prócer. Por otro lado, se sabe que no se casó ni procreó hijos.

Existe el registro de que Juana María fue enclaustrada en Santa Catalina de Siena, mismo lugar en el que se retuvo a Josefa Ortiz de Domínguez. Según su relato, “por preocupaciones de otras épocas y consideraciones de familia, permaneció oculta en el claustro hasta que se promulgaron las Leyes de Reforma”.

Sus intentos por conseguir un subsidio fueron múltiples e incansables. La primera solicitud fue hecha en 1849 y el Senado ordenó que se indagara sobre su parentesco y que, de ser procedente, se le otorgara. Ante el abandono, Juana María no cejó en su propósito. Para 1861, la prensa dio a conocer que se le incluyó en una donación hecha a las viudas de la Independencia y que recibió 16 pesos.

Un año después, escribió desesperada: “Soy hija legítima (así) y única del general D. Ignacio Allende, y por esta razón disfruto una pensión de montepío que jamás he recibido, sino sólo en cantidades sumamente pequeñas. Las atenciones del erario no habrán permitido hacer más, y no es mi ánimo el quejarme de esto; pero mi situación es bien critica, apenas puedo reunir cada mes la corta pensión que pago en este convento. ¿Podré esperar que se me auxilie con alguna cosa que alivie mi situación?”.

Para 1862, sus suplicas eran atendidas: “La junta venderá en los términos más ventajosos dos lotes escogidos de los conventos de esta capital que el gobierno ha puesto a su disposición, y su producido íntegro, sea cual fuere, lo entregará a la señora doña Juana Allende”. Estos lotes, en efecto, se le concedieron; no obstante, pronto volvió a demandar nuevos emolumentos y a finales de 1868 se le asignó una mensualidad de 60 pesos.

A mediados de 1869, Juana María le escribió a Juárez: “Creí entonces que podría acabar sin miserias ni pesares los pocos días de vida que me restan; pero bien pronto recibí un triste desengaño, pues, con motivo de las escaseces del erario, no he recibido íntegra, hasta ahora, ni una sola de mis mensualidades y, aunque en dos de ellas recibí la mitad de la pensión asignada, en las demás sólo se me han abonado cuartas y octavas partes, las cuales, si no me bastarían en buen estado de salud para atender a mis necesidades más precisas, mucho menos me bastan actualmente para hacer los gastos consiguientes a las enfermedades que por mi avanzada edad padezco. Yo espero, señor, que, fijándose usted en mis circunstancias (…) no vacilará en dar sus respetables órdenes para que se me abone mi pensión íntegra”.

Al parecer, Juana María quedó satisfecha y gozó de su retribución hasta que falleció de pulmonía el 14 de marzo de 1879. Por esas mismas fechas, otra descendiente “única” del Generalísimo saldría a la luz: Juana Allende de Gregg.

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