Quien haya gozado la fortuna de tener como editor a César Arístides, podrá dar fe del amor, rayando en obsesión, que siente por los libros. Se trata de una de esas pasiones que permean la visión que uno se hace del mundo, al modo como la concebía Vladimir Nabokov: la literatura no es el producto de la realidad, sino que la realidad es el potencial realizado de la literatura. Helada la cabra de alcohol enterrado, su más reciente poemario publicado por la Universidad de Nuevo León, es una muestra clara de esta impronta, un libro inserto entre libros de manera sardónica y juguetona.

Es una poesía donde Arístides hace alarde de su dominio del endecasílabo, la aliteración y del poema en prosa. Un oído hábil que sabe poner acentos precisos y hacer ejercicios casi musicales sin perder el sentido. Pero, con todas estas virtudes prosódicas, lo que más reluce de la colección es la manera en la que dialoga con otros textos.

En sus Octavas laudatorias a una quimérica pasión, el escritor se asume como un poeta barroco que puede contestar los versos de sus contemporáneos. Se permite tomar el célebre “Miré los muros de la patria mía” de Quevedo y lo convierte en su personal memento mori, lo mismo que al anónimo Soneto a Cristo crucificado lo contesta con dejos blasfemos e irónicos, haciendo una profesión de fe futbolística: “no me mueve mi dios para quererte/la gran consumación de este disparo/deseo sólo en el fogón mirarte/rabiosamente transformado en raro/suplicio de golazo en el inerte/perfil del cancerbero cuyo faro/surtidor de la luz a su destreza/transforme en la derrota vampiresa”.

Sin embargo, el texto más ambicioso es probablemente la prosa delirante titulada James Joyce reencarna en libélula donde la voz del autor del Ulises se entremezcla con la de sus personajes, lo mismo habla el irlandés que Stephen Dedalus o Leopold Bloom. La manera en la que Arístides imita el monólogo interior del novelista, evoca un tipo de escritura que se entiende sólo en relación con otros textos: “algún día tal vez mi hija recupere la razón en una sonata para latigazo y hallazgo de ventarrón en el espejo avanzo decidido al equinoccio no hay mayor ventura que despertar e inhumar los libros los manuales para defender la idolatría cínica pérfida indispensable de la literatura ahogada en su propia desesperanza en sus propios alcoholes putrefactos…”

Reseñando su trabajo previo, Porfirio Hernández calificó la poesía de Arístides como “generosa”, calificativo que me parece de sumo apropiado. Hay autores que son una constante invitación al resto de la tradición literaria, cuya generosidad se revela en cómo acercan grandes obras al contexto del lector. Aquí el humor y la ironía guardan debajo de sí el gesto dadivoso de mostrar el placer de lo escrito.

Un libro como este es esperable de César, quien, desde su labor de editor, se ha convertido en uno de nuestros grandes promotores de la lectura. Es uno de esos raros entusiastas al que ningún género le es ajeno, mostrando la misma pasión a la poesía que a la escritura experimental o a la novela histórica.

Cualquier conversación con César, así sea para discutir sobre futbol o los Rolling Stones (temas de los cuales es apasionado), termina por ser una plática de literatura, ya sea de novedades editoriales o de los grandes hitos de la tradición.

Me queda claro que esta es una cualidad que se extiende a su propia escritura, la cual, como él, nos habla con gran entusiasmo de lo que está leyendo.

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