El año lectivo de 1880 inició con gran expectativa en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, ya que el reputado intelectual Ignacio Manuel Altamirano se incorporó a la planta docente para impartir la cátedra de Elocuencia y Bellas Literaturas. Así, en el aula era posible encontrar “diputados, escritores y jóvenes aficionados que no pertenecen a la Escuela”.

No obstante, mientras subsistía la inconformidad estudiantil por la obligatoriedad de la materia, Altamirano defendía su trascendencia: “Dentro de algún tiempo, la tribuna de México no se verá tan abandonada como lo ha estado por espacio de muchos años, ni se escucharán en los estrados los discursos soporíferos que están obligados los magistrados a soportar hoy”.

A pesar de la elocuencia del nuevo profesor, pronto sus pupilos descubrieron que su carácter no era tan afable como suponían y que de vez en cuando su temperamento era dominado por “las cóleras blancas”, que mostraban la fuerza de sus emociones. Sumado a esto, poco a poco se fue revelando que “tenía las mejores intenciones por hacer de nosotros unos Demóstenes, pero su método de enseñanza no es el más adecuado y además se prestaba mucho a la caricatura y al ridículo, lado por donde lo tomamos desde el primer día”.

Un asunto trivial alimentó el descontento contra él. Acostumbrado el guerrerense a ejercer la crítica, no pudo dejar de emitir su opinión sobre un nuevo y severo reglamento de conducta escolar que impulsaba el secretario de Justicia, Ignacio Mariscal: “Esta dureza de lenguaje es disculpable si se toma en consideración el sentimiento de dignidad ofendida de que deben estar poseídos esos jóvenes, así como los que componen las Escuelas, por las nuevas prevenciones reglamentarias que ciertamente no fueron bien inspiradas, ni menos meditadas”.

Su desacuerdo le trajo la malquerencia de la dirección y pronto se esparció el rumor de que el título de abogado que obtuvo en el extinto Colegio de San Juan de Letrán, no lo calificaba para dar clases en la prestigiosa institución. Entre los pasillos se murmuraba que era un “Licenciado de decreto”. Un impreso da cuenta de su controvertida participación en una prueba final:

“Con profunda pena ponemos en conocimiento de los miembros de esta Escuela, los desagradables incidentes ocurridos en el examen de un estudiante de cuarto año (…).

“Citados como sinodales, los profesores Pankhurst y Altamirano procedieron a examinar al candidato (…). El segundo no quedó conforme con las definiciones de Municipio y Ayuntamiento, dadas por el sinodado y comenzó a examinar, deprimiendo al alumno de un modo despreciativo. Siguió la réplica de este erudito, (…) quien, extendiendo su pensamiento sobre toda la superficie del planeta, quiso que el alumno le hablase de la organización municipal de la Grecia, la Turquía, la Rusia y demás países del Mediterráneo.

“El alumno, por mucho que se desee, no puede ser un sabio, y no contestó a semejante pregunta, lo que originó que ese señor Licenciado, que seguramente tampoco habría contestado, le exigiera una respuesta perentoria, es decir, exacta, precisa, neta, categóricamente, no para conocer su saber, sino para tantearlo; palabras que, en boca del profesor de Bella Literatura, suscitaron la hilaridad del auditorio.

“La indignación producida por la descortesía de los dos profesores mencionados, puede imaginarse por toda persona decente. Denunciamos los hechos expuestos que desearíamos por honra del profesorado, no tuvieran repetición, y que manifiesta la incompetencia de los aludidos para los puestos que ocupan”.

En sólo un año de estancia en Jurisprudencia, Altamirano ya era objeto de recriminaciones de las autoridades y burlas de los estudiantes. Orgulloso, confirmó su asistencia para 1881. Lo que sucedería en ese periodo, le haría ver que su indomable determinación lo llevaría a tomar una desastrosa decisión.

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