Tras la victoria definitiva de los constituyentes, Venustiano Carranza quiso cubrir de la gloria ganada en la batalla a su tierra natal. Así, ordenó que sus paisanos destacados fueran reconocidos en suelo propio. Uno de los primeros que tuvo en mente fue Manuel Acuña, quien llevaba 27 años inhumado en el Panteón de Dolores.

Con esta acción, el líder revolucionario daba curso a una antigua pretensión de la madre del poeta quien, desde 1890, había manifestado su deseo de tener a su hijo en casa, esperando, con ello, cumplir el sueño del poeta de regresar con su familia una vez que hubiera terminado sus estudios en Medicina. Sin embargo, ni se graduó ni doña Refugio Narro pudo atestiguar el retorno del cadáver de su primogénito.

Aunque sus restos tuvieron un final más digno que en las descompuestas fosas de Campo Florido, nunca quedó claro si el escritor tuvo acceso a la llamada Rotonda de los Hombres Ilustres. Quizá las motivaciones por las que se le denegó la entrada el Partenón nacional fueron su juventud y su forma de morir, y es que más de uno sentenció y señaló al suicida: “Algunos periódicos manifestaron contrariedades porque se había conseguido que fuese enterrado con pompa y con solemnidad. ‘Un suicida no merece tales honores.’ Eso es inmoral, altamente inmoral’ dijeron algunos diarios”.

De esta manera, el 28 de octubre de 1917 Acuña fue exhumado por segunda ocasión y al efecto se celebraron varios distingos en su honor. La Escuela Nacional de Medicina se hizo presente y la Orquesta Sinfónica Nacional ejecutó la marcha fúnebre de Beethoven. Sus despojos fueron colocados en una urna, exhibidos en la Biblioteca Nacional y escritores de la talla de Julio Torri, Ciro B. Ceballos, Rubén M. Campos, entre otros, montaron guardia. A las cinco de la tarde, Laura Méndez se reencontró por última vez con su antiguo amante, sin que nadie recordara al hijo que los había unido.

Al día siguiente, la comitiva partió a Buenavista, para llegar a Saltillo el primero de noviembre. En la prensa se leyó: “Llegaron a esta capital, en un carro espacial agregado al tren ordinario los restos del bardo coahuilense (…), acompañado por la comisión que para tal objeto fue nombrada en la capital de la República. Bruno Neira, gobernador del estado, Porfirio Cadena, jefe de la guarnición de la plaza; Abel Barragán, presidente municipal y un gran número de personas, así como también miembro de la Sociedad Mutualista y Recreativa ‘Manuel Acuña’, salieron a las cinco de la mañana en un tren especial hasta la estación de Agua Nueva a encontrar el ferrocarril que traía los restos”.

Fue recibido igualmente por un grupo de estudiantes del Ateneo Fuentes, la Escuela Normal y de diferentes colegios públicos. En el Palacio de Gobierno, se dispuso una capilla ardiente para un primer homenaje. Durante el día llegaron comisiones de los municipios aledaños con ofrendas florales. Por la noche se efectuó una velada fúnebre en el Teatro Obrero, donde también hubo un desfile de discursos y actos artísticos como la puesta en escena de la comedia El último capítulo de Manuel José Othón. Al día siguiente fue inhumado en el panteón de Santiago, ahora sí dentro de la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres.

Por si fueran pocas las desventuras ocurridas al autor del “Nocturno”, sus restos aún no alcanzarían la paz del sepulcro. Para 1949, a propósito del centenario de su nacimiento, fue reacomodado en otro espacio de la misma Rotonda. Para este evento se esculpió una losa de mármol de donde sobresale el rostro del difunto, en una imitación a la tumba de Amado Nervo. Para variar, muchos opinaron, como el historiador Federico Berrueto, que “la lápida quiso ser artística, pero resultó irreparablemente horrenda”.

Por lo que respecta a don Venustiano, ya no tuvo tiempo de llevar de regreso a otros coahuilenses ejemplares, como fue el caso del presidente Madero. En una singular vuelta de tuerca, ni el propio Varón de Cuatro Ciénagas pudo volver y su cuerpo descansa en el Monumento a la Revolución a más de 800 kilómetros de Coahuila.

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