En 1961 la UNAM celebró una de sus más polémicas elecciones de rector. Con candidatos del perfil del fisiólogo Efrén del Pozo, quien ya había sido el secretario general, o del político profesional Agustín García López, sorprendió la designación del cardiólogo Ignacio Chávez Sánchez. A pesar de su loable reputación en el mundo médico, su nombramiento hizo que un grupo de universitarios, azuzados por intereses externos, reaccionaran de manera hostil, incluso llegando a tomar la Torre de Rectoría exigiendo su destitución. Con todo esto, el médico dio un discurso de inicio de funciones donde llamaba a la unidad:

“Hay quienes piensan que no es posible gobernar la Universidad sin emplear prácticas viciosas que facilitan el dominio. Rechazo categóricamente esa afirmación. Yo estoy seguro de que todos los universitarios auténticos me ayudarán a demostrarlo. Viviremos una vida limpia y decorosa, sin recurrir jamás a prácticas que sean ajenas a la dignidad”.

La agenda que Chávez Sánchez llevó a cabo resultó incómoda para varios actores, pero sin duda mejoró el nivel académico. La exigencia hacia alumnos y catedráticos se incrementó, se opuso a la implementación del pase automático, a la vez que a las tentativas de universidades extranjeras por abrirse espacios en nuestro país. No se puede entender la grandeza de esta gestión desde la mera innovación técnica. Se trataba de un programa humanista, donde la ciencia era correspondida con la vocación social:

“Veo la universidad de mañana no como una fábrica de profesionales y de técnicos para sostener la maquinaria que fabrica riqueza, no para dar forzados a la sociedad de consumo. La concibo como un gran laboratorio de hombres, con toda la dignidad del término; capacitados, sí, para el trabajo técnico, pero también para el cultivo del espíritu, imbuidos del respeto a la verdad y a la justicia, noblemente dispuestos a brindar ayuda, hombres en quienes la formación intelectual se equipara con la sólida vertebración moral y la conciencia clara de sus deberes sociales”.

En un discurso incendiario, claramente dirigido a los sectores politizados del estudiantado, demostró que podía hablar en sus términos con alta lucidez. Su reforma al plan de estudios buscaba romper con complacencias, estableciendo estándares de evaluación insólitos:

“No sólo se permite, sino que se incita a los alumnos a asomarse con interés al mundo que los rodea y a interesarse por la política, ya que eso forma parte de su formación de hombres. Interesarse, sí; pero no para suplantar el estudio con la actividad política, que debe ser el complemento, si se quiere, del proceso educativo, no la actividad dominante en la vida escolar. La palabra ‘aprender’, enseñó Lenin, es la palabra clave de los deberes del estudiante. Y Mao Tse Tung reclamó a los alumnos: ‘su fervor revolucionario no nos compensa de su incompetencia técnica’”.

El gran proyecto del rector consistió en que, ante la ideología o el pragmatismo vulgar, triunfara una vocación universitaria contraria a la mediocridad:

“Queremos que cada alumno sea rebelde a todo dogmatismo, pero respetuoso de toda superioridad en el talento o en el saber; ávido de adueñarse del futuro que es suyo, pero sin el morbo fatal del arribismo”.

Las ambiciones de Chávez Sánchez por elevar a la UNAM enojaron a personajes tanto de la izquierda como en la derecha, pero, sobre todo, molestarían al recién electo presidente Gustavo Díaz Ordaz. La autonomía universitaria estaba en entredicho.

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