Al evocar a Álvaro Obregón irremediablemente la falta de su mano derecha viene a colación. El mismo general hacía y alentaba las bromas sobre su desgracia; alardeaba de su honradez debido al poco dinero que una sola extremidad podía sustraer; cuando Ramón del Valle-Inclán visitó México, a quien le faltaba el brazo izquierdo, el mandatario sugirió que debían sentarse juntos para que su aplauso fuera único. En los corridos se celebraba el combate en el que Villa y él midieron fuerzas: “Corre, corre, maquinita, no me dejes ni vagón, vámonos para Celaya, a combatir a Obregón”. Así fue como se asentó el mote del Manco de Celaya, aunque esta idea colectiva es imprecisa, pues en realidad la amputación sucedió en la localidad leonesa de Santa Ana del Conde.

En 1915, cuando la pugna entre los constitucionalistas y la División del Norte estaba en su apogeo, se libraron batallas decisivas, entre ellas la de Celaya, de donde el general invicto salió ileso. Pero días después, Villa buscaría venganza, por lo que retrocedió y llevó a su enemigo hacia un campo donde pensaba que tendría mayor ventaja. Para junio, el Centauro del Norte se asentó en Duarte, buscando apoderarse de León, y su rival en Trinidad. El ambiente se tensó en los días previos a la lucha, pequeños enfrentamientos entre los bandos obligaron al sonorense a expandir sus guardias hasta la hacienda de Santa Ana del Conde y, por días, los soldados carrancistas sufrieron cañoneos constantes de Felipe Ángeles. Villa esperaba el refuerzo de, al menos, 8 mil dorados.

La mañana del 3 de junio, Obregón salió para verificar reportes sobre supuestas incursiones en la hacienda y sorpresivamente las fuerzas del Centauro lo atacaron: “En esos momentos la artillería enemiga abrió fuego a ráfaga y una de sus primeras granadas me destrozó el brazo derecho, haciéndome caer por tierra y herido al capitán Ríos”. Algunos cuentan que su primera reacción, al percatarse de la brutal laceración, fue encañonarse y pretendió suicidarse, pero Jesús M. Garza, oficial de su confianza, le arrancó el arma —el futuro Presidente estaría en deuda por ese gesto.

Sus hombres, en medio de la trifulca, lo cargaron y llevaron al casco: “Fui atendido inmediatamente por los miembros de mi Estado Mayor que me condujeron a una de las casas de la hacienda, donde me hizo la primera curación el médico de la División. (…) El accidente que yo sufrí, lejos de aminorar el ánimo de nuestros soldados, lo enardeció y desesperaban por arremeter furiosos contra las hordas del bandolero”. Las líneas de Obregón se recompusieron y pudieron repeler a Villa, quien en más de una ocasión fue derrotado en las inmediaciones de Guanajuato.

Su victoria pírrica significó la retirada total de Villa hacia Aguascalientes y el triunfo del carrancismo. Hoy esta localidad lleva su nombre y hay placas en el lugar donde perdió la extremidad. Tras la tragedia, los diarios apuntaron su heroísmo y estoicismo, mientras se burlaban del héroe norteño: “La embestida fue colosal; pero Álvaro Obregón, el domador de fieras zapato-villistas, descargó muy fuerte su látigo, tan fuerte, que el tigre chihuahuense, espalda al domador, se fugó dejando en la arena a sus cachorros”.

Siete días después del enfrentamiento, Obregón se mostraba al público, tenía apenas 25 años y una carrera política prometedora. Su nuevo aspecto le valió la admiración que lo terminaría encumbrando: “El jefe del cuerpo del ejército del Noroeste, de las fuerzas constitucionalistas, se encuentra convaleciente de la herida que recibió en el combate cerca de La Trinidad (…). Según el fotograbado que de este oficial se publica (se ve) con el brazo derecho amputado, habiéndose tomado la fotografía de dicho jefe en cuanto quedó restablecido. (…) En el rostro del jefe sonorense se nota también una crecida barba, pero no se observan las características de un enfermo agotado, probablemente debido a su magnífica constitución”.

Su extremidad, al adquirir independencia, también tuvo su propia historia; del campo de batalla a un frasco de formol, de ahí a un burdel, luego a un monumento para, finalmente, ser reducida a cenizas.

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