El fracaso de la primera etapa del movimiento independentista se consumó el 21 de marzo de 1811 en los llanos de Acatita de Baján, cuando Ignacio Allende, Juan Aldama, Mariano Jiménez y Miguel Hidalgo cayeron inocentemente en la trampa de Ignacio Elizondo. Este desastre fue el corolario de los desencuentros que había entre los líderes revolucionarios. En las causas que se les instituyeron se aprecian estos roces.

Hidalgo confesó que él y Allende fueron los promotores del levantamiento de Dolores , aunque él no estaba convencido por el partido de las armas. Responsabilizó al antiguo capitán de muchos de los hechos de sangre que se cometieron contra los peninsulares. Entre otros agravios, denunció que lo habían removido de su cargo, amenazándolo “de que se le quitaría la vida si no renunciaba al mando”, y que, desde ese momento, lo mantuvieron preso y por eso ignoraba los planes que tenían los sublevados, aunque sospechaba que la intención de Allende y Jiménez era “alzarse con los caudales que llevaban y dejar frustrados a los que seguían”.

Por su parte, Allende acotó que su lucha no era contra los españoles, sino contra las autoridades afrancesadas pues “toda la Grandeza de España estaba (…) decidida por Bonaparte, y que la Península estaba perdida, excepto Cádiz, de que debía de resultar que el Reino se perdería también porque estaba indefenso”. Le imputó a Hidalgo la idea de “apoderarse de las personas, de los europeos, y seguir practicando lo mismo por los demás lugares”. Acusó al párroco de hacerse con el mando “desde un principio, tanto en lo político como en lo militar”, de que su soberbia llegó al límite de obligar incluso “a los sacerdotes a que le hablasen con la rodilla hincada” y de ser “la causa de los males que se han visto”, por lo que, antes de ser capturados, se dirigían a Monclova para “formar consejo de Guerra a varios de los principales que lo acompañaban por los malos procedimientos que sabía habían tenido en sus comisiones”.

Jiménez sostuvo que entró a la lucha azuzado por Hidalgo y Allende, que pronto descubrió que el religioso era “un déspota terrible”, y entendió que mientras el primero quería “la independencia absoluta”, el segundo únicamente buscaba una separación temporal de la metrópoli.

Aldama, en su confesión, no rechazó cargo alguno, sin embargo, atenuó que sus acciones fueron motivadas por el temor que le tenía a sus compañeros, pues la madrugada de 16 de septiembre, “cuando ellos vinieron (…) se fueron parando todos y le dijeron al declarante (…) ¡vamos Aldama!, y de miedo de que no lo mataran se paró también y los acompañó”.

En este reparto de responsabilidades, Mariano Abasolo cargó la culpa a todos e incluso el hermano menor de Hidalgo, Mariano, quien ejercía el cargo de tesorero, le achacó al cura todas sus desventuras. En el balance, Lucas Alamán resumió los procesos de la siguiente manera: “Estando al borde del sepulcro (…), se imputaban unos a otros los excesos que habían sido el fruto de la revolución”.

Años después, Agustín de Iturbide concluyó: “Es necesario no olvidar que la voz de la insurrección no significaba independencia , libertad justa, ni era el objeto reclamar los derechos de la nación, sino exterminar a todo europeo, destruir las posesiones (…). Las partes beligerantes se hicieron la guerra a muerte, el desorden precedía a las operaciones de americanos y europeos, pero es preciso confesar que los primeros fueron culpables, no sólo por los males que causaron, sino porque dieron margen a los segundos, para que practicaran las mismas atrocidades que veían en sus enemigos”.

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