El licenciado José María Bonales Sandoval no hizo la revolución a través de las armas, sino de las conspiraciones. Ya en 1911 había tenido disgustos por afirmarse reyista, incluso se dijo que su esposa había fallecido a causa de un sobresalto cuando un grupo de militares irrumpió en su hogar. Más tarde fue detenido en su despacho de la calle de Donceles, aunque pasó pocas horas en la cárcel, ya que fue liberado por orden de Jesús Flores Magón.

Al caer Bernardo Reyes en el arranque de la Decena Trágica, Bonales se atrincheró en la Ciudadela junto con los demás golpistas. Con la consumación del golpe de Estado esperaba alguna recompensa, sin embargo, poco a poco Huerta se fue deshaciendo de los miembros de su gabinete, todos ellos fieles a Félix Díaz y cuya presencia era recordatorio del Pacto de la Embajada. Con ese propósito, el dictador designó embajador en Japón al sobrino de Porfirio. No obstante, en los preparativos de su partida, se hizo evidente la intención de acabar con él y sus simpatizantes. Informados, Cecilio Ocón y Bonales huyeron con Díaz a La Habana, luego a Canadá y, al final, se asentaron en Texas.

Con la caída del huertismo y el inicio del pleito entre los constitucionalistas, los felicistas vieron una oportunidad para recobrar fuerza, por lo que comisionaron a Bonales para que intentara granjearse a un viejo conocido suyo: Francisco Villa. Perseverante, el letrado consiguió que el Centauro del Norte lo recibiera en su cuartel, ubicado en Jiménez, Chihuahua; el mismo general giró los pasajes para que la comitiva de Bonales pudiera entrevistarse con él.

Una vez en el campamento, según el recuento de Elías L. Torres, Villa los recibió espléndidamente. De inmediato, el abogado le entregó una carta de Félix Díaz, a quien calificó de ser una persona “de muchos elementos, pero también de conciencia”, y le pidió que no la abriera en ese momento, sino que la leyera con calma y que por la mañana diera una respuesta. La propuesta de Díaz consistía en ayuda monetaria y un contingente del antiguo ejército federal. Le declaraba también su reconocimiento como máximo líder y alentaba su conveniente división con el Primer Jefe.

Al día siguiente, 1 de octubre de 1914, se preparó un almuerzo en honor de los visitantes, el cual parecía transcurrir sin tropiezos, hasta que Villa dijo que estuvieran listos para recibir su réplica. En seguida preguntó a uno de los comensales si había terminado de comer, a lo que el aludido respondió afirmativamente. “Vamos a darles la contestación convenida, empezaremos por este amigo que ya acabó”, y ordenó a sus soldados que lo fusilaran. Lo mismo sucedió con los demás. Al llegar el turno de Bonales, Villa le aclaró: “Señor, usted se engaña, como se engañan todos los hombres de su ciencia, que conciben buen acto defender, alabar o disculpar hasta las más negras causas”. Y remató: “Si mi madre me viniera a pedir que traicionara la causa de la Revolución para volverme reaccionario, a mi madre mandaría matarla. Camine, amigo”.

En las Memorias escritas por Martín Luis Guzmán, Villa declara que no se sentía obligado con Bonales por su ayuda mientras estuvo en prisión dos años antes, “suponiendo que fuera deuda haberme él defendido como hombre de leyes antes de ser cómplice en el negro crimen contra el señor Madero y de ayudar a la muerte de don Gustavo, hombre de mi cariño”.

Según Torres, Villa le mandó a Carranza una nota en la que le informaba lo sucedido: “En vista de esto, los he mandado pasar por las armas, a reserva de lo que usted resuelva sobre el particular”. Ante las dudas que se generaron sobre la suerte de su otrora abogado defensor, agregó: “Lo invitó a que venga a ver el lugar en que está enterrado Bonales Sandoval, para que esté completamente convencido de que la División del Norte, bajo mi mando, sabe cómo castigar intrigas políticas. Saludos”.

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