El golpe militar de 1913 trajo evidentes cambios en la cotidianidad de ciertos sectores de la población e, incluso, grupos tan alejados, como los reporteros, fueron exhortados a tomar las armas para dar un mejor servicio al nuevo régimen. Con miras en hacer de cada hombre un soldado, Victoriano Huerta concentró sus esfuerzos, y su más fina inspiración, en reformar el reglamento de la Escuela Nacional Preparatoria, por lo que más de un joven vio frustrados sus anhelos estudiantiles al toparse con la instauración de una instrucción militarizada.

Las normas castrenses aplicables al sector entraron en vigor el 30 de agosto de aquel año e incluían una jerarquización en una escala que llegaba hasta el mismo Huerta: “En el orden siguiente reconocerá como superiores al presidente, al vicepresidente de la República, al secretario y al subsecretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, al rector de la Universidad, al director de la Escuela, secretario, prosecretario, prefecto superior, jefes de departamento, profesores, médicos adscritos, vigilantes, preparadores, ayudantes, empleados de la Secretaría, prefectura superior de biblioteca, sargentos primeros y segundos, cabos y alumnos de primera, cuando están en funciones de cabo, obedeciéndolos en todo lo que mandaren en asuntos de servicio”.

Toda conducta estruendosa y fuera de los hábitos de un buen militar sería castigada, así como “la falta de respeto a los superiores, las burlas de mal género a los alumnos noveles, con abuso de la superioridad numérica o personal, los desórdenes promovidos con cualquier pretexto y todo acto que revele falta de subordinación o de educación”. Las penas se dividían de acuerdo con su gravedad. Las de primera clase podían ser: plantón de media a dos horas, ejercicios militares o de gimnasia y detención de hasta cuatro domingos. Mientras que las de segunda clase eran: arrestos en el pabellón de uno a quince días, amonestaciones privadas o públicas, expulsión privada o pública de un año escolar y expulsión definitiva.

Se instituyó el uniforme de gala y de diario. Cada bachiller debía portar una insignia de grado. Los desperfectos que se le causaran a las prendas debían ser cubiertos por el alumno. La vestimenta de gala no se podía tener en casa, dado que su uso se limitaba a eventos en el plantel, aunque sí podían solicitar llevarlo a ciertas reuniones sociales que los supervisores autorizaran.

Además de las labores académicas, se prescribió que “todos los días deberá entrar de servicio una compañía para montar las guardias y recibir instrucción militar, alternándose los batallones que deberán proporcionar dicha compañía (…). Cada mes deberá haber una o dos instrucciones generales de batallón, por cada uno de los del instituto”. Las escasas alumnas de esos días tampoco escaparon del régimen y fueron sometidas a actividades castrenses “apropiadas al sexo de aquellas”.

El alumnado no tardó en presentar inconformidades. El joven Pedro Henríquez Ureña le comentó a su amigo Alfonso Reyes: “Ávalos se viste de General. No le saludamos”. Para el estudiante Enrique Delhumeau, “el militarismo produjo una mancha indeleble en la historia de la institución”. Sin embargo, los incondicionales llamaban a ser aún más estrictos: “Es urgente que nos corrijamos de esta debilidad. Las circunstancias peligrosísimas porque atraviesa la patria, así lo aconsejan, puesto que dimanan, en no pequeña parte, de haber tomado a broma las causas de la actual revolución. Problema educativo que, para ser bien resuelto, ha recibido excelente impulso con la militarización”.

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