Este 10 de diciembre, el mundo conmemoró 77 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Fue adoptada en 1948 con un objetivo claro y contundente: proteger la dignidad humana, y garantizar que nunca más —en ninguna parte del mundo— se repitieran atrocidades como las vividas durante la Segunda Guerra Mundial.
Se trataba de poner un alto definitivo al desprecio por la vida, a la destrucción sistemática de personas, y al uso del poder sin límites contra pueblos enteros y para ello se crearon 30 derechos fundamentales que todo país firmante adoptará en su sistema legal; o sea, una gran parte del sistema legal del mundo, tiene su origen y valor de justicia en esta declaración.
Pero hoy, en 2025, hay que hacernos una pregunta incómoda pero necesaria: ¿Estamos realmente aplicando esta Declaración como fue pensada? ¿O estamos simulando su cumplimiento para justificarnos ante un mundo que exige justicia, pero que produce más desigualdad, más pobreza, más violencia, más guerras, más miedo social?
México fue uno de los primeros países en firmar. Sin embargo, en la práctica, vivimos con un catálogo de pendientes que contradicen todo lo que esa Declaración representa: desapariciones forzadas, corrupción impune, violencia estructural, migración forzada, feminicidios, discriminación, pobreza extrema, desplazamiento climático, marginación de comunidades indígenas, maltrato infantil, colapso institucional, fragmentación social.
Y no se trata solo de los gobiernos. Como sociedad, tampoco cumplimos con nuestra parte: no hay compromiso con los deberes cívicos ni políticos. Nos hemos desentendido de nuestra responsabilidad ciudadana más básica: participar, informarnos, elegir con conciencia, defender los derechos de todos, exigir lo justo pero para todos, no solo para mí.
Con la Declaración Universal de Derechos Humanos, se firmaron 30 derechos. Treinta principios universales que aún deberían ser nuestra guía: El derecho a la vida, a la libertad, a no ser torturado, a tener un juicio justo, a circular libremente, al asilo, a la nacionalidad, a formar familia, a la propiedad, a la libertad de pensamiento, religión y expresión, a la educación, al trabajo digno, a la salud, al descanso, a un nivel de vida adecuado, a participar en la cultura, a la seguridad social, a no ser discriminado, a la igualdad ante la ley, a la participación política, al acceso a tribunales imparciales, a ser considerado inocente hasta que se pruebe lo contrario, entre otros.
Si después de 77 años de su adopción estuviéramos cumpliendo cabalmente con todos estos derechos, hoy el mundo estaría mejor. Pero no lo está. ¿Por qué? ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Por qué cada vez hay más personas sufriendo las mismas violencias que juramos erradicar?
Quizá lo que estamos haciendo es simular que la cumplimos. Y eso es aún más grave.
Las Naciones Unidas, como organización, han hecho esfuerzos importantes por sostener esta Declaración, pero no son suficientes. Hoy las violaciones a derechos humanos no siempre vienen de gobiernos dictatoriales como en 1948.
Ahora hay otros enemigos silenciosos y devastadores: Las grandes corporaciones transnacionales, protegidas por la bandera del libre comercio, amparadas en tratados internacionales que promueven la “libertad económica”, pero que han creado desigualdad laboral, discriminación, concentración de riqueza, contaminación ambiental y pobreza estructural.
La delincuencia organizada, que domina territorios, impone su ley y sustituye al Estado.
La inteligencia artificial, que sin regulación ética puede violar la privacidad, manipular la información y socavar la libertad; pero si se regula y se cuidad que esta ayude a la humanidad entonces nos beneficia.
El tráfico de personas, el desplazamiento por crisis climáticas, las migraciones forzadas, las nuevas formas de esclavitud moderna, la precarización laboral.
Frente a estos nuevos desafíos, la Declaración Universal de los Derecho Humanos necesita una actualización urgente. No para sustituirla, sino para revitalizarla con visión progresista, colectiva y global.
Porque fue diseñada para proteger principalmente la dignidad humana individual, pero hoy necesitamos garantizar también los derechos de interés colectivo, los que preservan la vida social, ambiental, cultural y comunitaria.
Y para que esa protección sea real, hay cuatro obligaciones fundamentales que todo defensor (la ONU es uno de ellos) debe cumplir para resguardar la dignidad humana: a) Prevenir la violación a los derechos b) Investigar cuando estos se vulneran c) Sancionar a los responsables y d) Reparar de forma integral a las víctimas.
Esto debe ser el corazón operativo de las Naciones Unidas: no limitarse a atender consecuencias, sino prevenir causas. No basta con observar y denunciar. Se necesita actuar con firmeza, incluso frente a la excusa de la soberanía nacional, que ya no puede ser utilizada para ocultar violaciones sistemáticas a los derechos humanos.
La soberanía no puede estar por encima de la dignidad humana. En un mundo globalizado, la ONU debe ejercer un liderazgo ético y legítimo que obligue a los Estados a actuar, no solo a informar.
Porque si seguimos sin aplicar la Declaración de forma efectiva, si la dejamos como una reliquia simbólica y pesar que si no la cumplen al violentador le aplicarán un protocolo de visitar y diálogos infructuosos, estaríamos dando causa al inicio de una violación sistemática a la dignidad humana de una región o un país.
Naciones Unidas debe preguntarse, si su crecimiento como organismo ha sido acompañado por una actualización profunda de los objetivos de 1948.
Hoy los tiranos no siempre llevan uniforme ni ejército. Hoy se disfrazan de grandes corporaciones económicas transnacionales, de plataformas digitales experimentales que cambiarán el rumbo de la humanidad y pondrán en crisis el trabajo de millones de personas, de algoritmos sin control.
Y entonces, si ya no son los mismos enemigos que en 1948, ¿por qué seguimos usando las mismas armas para combatirlos?
Es momento de replantear, de redirigir, de revivir los objetivos de aquella Declaración Universal, pero con los ojos bien abiertos al siglo XXI. Porque la dignidad humana no está solo en los libros, se vive o se niega todos los días.
Dedico este artículo a un gran jurista mexicano, al más grande de los jueces interamericanos de origen mexicano que me distinguió con su amistad: al Dr. Sergio García Ramírez.
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