La semana pasada arrancó la administración de Joe Biden en Estados Unidos, y para la sorpresa de muchos de nosotros, la migración estaba en los temas más sonados de su agenda política. Tampoco pasó desapercibido que las primeras dos llamadas del nuevo presidente fueron a su homólogo de México y al primer ministro de Canadá, los dos países vecinos, lo mismo que hizo el nuevo canciller Tony Blinken en hablar con sus homólogos mexicano y canadiense en cuanto fuera confirmado por el Senado.

En el tema migratorio, que afecta directamente a millones de mexicanos viviendo en Estados Unidos, así como a la relación bilateral, hay tres tipos de cambios que se están proponiendo dar.

El primer cambio es la política de trato a los indocumentados que ya viven en el país, unos 10 a 11 millones de personas, de los cuales la mitad son mexicanos. Para eso, Biden ya emitió una orden para hacer pausa a las detenciones y deportaciones de la mayoría de indocumentados e instruyó al Departamento del Interior a diseñar criterios más limitados para la deportación. Un tribunal en Texas amparó el moratorio, pero no hay duda que el gobierno federal puede decidir a quiénes prioriza para la deportación, así que, independiente de lo que pasa con el tribunal, es de esperarse que habrá un cambio significativo en cómo se aplica la ley a los indocumentados. Eso será un alivio enorme, pues la gran mayoría quedará exenta de ser deportada a menos de que cometan un crimen serio.

En otro orden, la administración Biden propuso una reforma migratoria integral para legalizar a los indocumentados y cambiar algunos elementos anclares del sistema migratorio. En eso soy más escéptico. Si bien la política de deportación depende del ejecutivo, una reforma de esta magnitud depende del Congreso, donde parece haber menos apetito para la reforma. Donde sí hay posibilidades de consenso es en el tema de DACA, los jóvenes que llegaron al país en su niñez (90% de ellos mexicanos), que podrían ser sujetos a una legalización que afectaría a un número importante que va desde 600 mil a 3 millones, dependiendo de los criterios que decidan usar.

Quizás haya posibilidades de una reforma del programa de trabajadores agrícolas, que podría tocar a varios cientos de miles de trabajadores mexicanos. Y también se podría considerar cómo quitar las barreras legales que no permiten que otros 1.6 millones de indocumentados, que están casados con ciudadanos estadounidenses, alcancen la residencia, un cambio que podría ser de carácter más técnico que político. Con una buena dosis de pragmatismo se puede avanzar lejos, aún si no hay una reforma integral para todos.

Finalmente, Biden ha prometido cambiar las políticas hacia México y Centroamérica, para tratar de extender opciones de trabajo legal a los centroamericanos, ofrecer protección humanitaria a quienes huyen de la violencia y acabar con medidas drásticas de la administración pasada. Sensatamente, ha concluido que estos cambios tienen que darse gradualmente, sin sobresaltos que ejercen un factor de atracción a la frontera entre México y Estados Unidos, ya que ambos países desean tener un flujo ordenado de migrantes de la región centroamericana. Pero cambios habrá con el paso del tiempo, que van humanizando y ordenando estos flujos para evitar las olas masivas.

De hecho, después de cuatro años en que el pueblo mexicano fue objeto de insultos y amenazas desde Washington, se abre un momento de oportunidad en que ambos países pueden colaborar en ordenar la migración y en tratar de dar dignidad y seguridad a los connacionales que han vivido a la sombra en el país vecino. Está puesta la mesa para un cambio positivo, y ojalá que los políticos en ambos lados de la frontera lo entiendan y lo aprovechen.

Presidente del Instituto de Políticas Migratorias.
Twitter: @seleeandrew

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