La segunda vuelta presidencial en Chile no solo marcó un punto de inflexión, sino que lo hizo con un resultado contundente. Por primera vez, dos candidatos ubicados en los extremos del espectro político llegaron a disputar La Moneda y fue José Antonio Kast, desde la ultraderecha, quien terminó imponiéndose con claridad sobre Jeannette Jara, representante de la izquierda más dura. La magnitud del triunfo no reflejó entusiasmo, sino una decisión defensiva de amplios sectores del electorado, más inclinados a rechazar que a adherir.
Este escenario no es exclusivo de Chile. En buena parte de América Latina, las elecciones se han convertido en mecanismos de castigo al gobierno en turno. La reciente ola de gobiernos de izquierda llegó acompañada de grandes expectativas, pero los resultados no siempre estuvieron a la altura. La persistencia de la inseguridad, el deterioro económico y la percepción de desorden terminaron por erosionar la confianza ciudadana y abrir espacio a opciones radicalmente distintas.
En ese contexto, el triunfo de la ultraderecha no se explica solo por la solidez de sus postulados. Kast capitalizó el desgaste del oficialismo y llegó fortalecido también por el respaldo simbólico de figuras como Donald Trump, Javier Milei y Giorgia Meloni. Su discurso conectó con una demanda extendida de orden y control, más que con una propuesta de transformación profunda, apelando a soluciones firmes y de carácter restrictivo frente a problemas complejos.
Del otro lado, Jeannette Jara no logró desprenderse de su identidad como militante del Partido Comunista. Su intento por ampliar su base electoral quedó tensionado por declaraciones que reforzaron una imagen ideológica rígida. En el último debate, calificó a María Corina Machado como parte de una “intentona golpista”, justo cuando la dirigente venezolana recibía el Premio Nobel de la Paz, un contraste que no pasó inadvertido para un electorado cansado de alineamientos automáticos.
La paradoja es que muchas de las propuestas que hoy ganan terreno tienen un claro sello de populismo punitivo. La inseguridad y la migración se han convertido en los ejes centrales del debate público, y el discurso de mano dura resulta electoralmente rentable. El miedo ordena la agenda, simplifica diagnósticos y desplaza discusiones de largo plazo sobre desarrollo, cohesión social e instituciones.
Chile resulta especialmente significativo. Durante años fue visto como un país de moderación política, algo que quedó claro en el rechazo ciudadano a dos proyectos constitucionales percibidos como extremos. Sin embargo, ese mensaje no derivó en consensos duraderos, sino en frustración. En ese vacío, la conversación pública se reconfigura alrededor del orden, las fronteras y el castigo.
Incluso hubo guiños hacia México. Jara expresó su admiración por Claudia Sheinbaum, mientras que Kast afirmó que la invitaría a su toma de posesión, reflejando cómo las disputas ideológicas regionales se cruzan y se espejean.
Al final, más que un giro definitivo, lo que vemos es una política dominada por la urgencia. Cuando la seguridad y la migración definen elecciones, el voto deja de ser una apuesta de futuro y se convierte en una reacción inmediata. Chile no está votando desde la esperanza, sino desde la urgencia. Y cuando la inseguridad y la migración definen elecciones, votar deja de ser una elección y se convierte, justamente, en una reacción.

