El balón rueda cada cuatro años. Pero la oportunidad política que representa, esa sí, puede no volver jamás.
Y en 2026, México tiene la jugada del siglo en los pies.
No porque la selección rompería el maleficio del quinto partido, sino porque será país anfitrión en el primer mundial que se organizará entre tres naciones: México, Estados Unidos y Canadá.
Y, además, con el primer partido en la historia de los mundiales que se jugará por tercera vez en el Estadio Azteca. Para muchos, sólo fútbol. Para otros, política de altísimo nivel.
Porque el Mundial no es solo un torneo. Es una cumbre sin corbatas. Una plataforma global de imagen-país que ni la ONU, ni el G20 logran igualar. Es un reflector que proyecta al planeta entero, y quien sepa manejarlo puede proyectar liderazgo, influencia, soberanía… o, si no juega, ceder el balón a otros.
Y en el Azteca, el 11 de junio de 2026, las cámaras buscarán a la presidentA anfitriona. Pero puede que la encuentren en el Zócalo, viendo el partido en pantalla gigante, rodeada del pueblo bueno. Un gesto bonito. Popular. Cercano. Pero en términos de Estado, insuficiente.
En política, los vacíos se ocupan, se llenan de lo que sea.
Ese palco principal, el reservado históricamente para el jefe de Estado del país sede, no es una cortesía de protocolo. Es un mensaje. Es decirle a Washington: aquí estamos, no como subordinados, sino como pares. Es una señal de presencia internacional donde México ocupa un lugar relevante.
Se trata de la primera presidentA del país, y las imágenes que vimos ayer en el Kennedy Center, la muestran como la única mujer en un escenario rodeada de puros hombres. La escena refuerza su mensaje de que, en México, en efecto, es tiempo de mujeres. Y sería un error no aprovechar la catapulta política que es el mundial y el partido inaugural en el Coloso de Santa Úrsula.
Trump, que no distingue un fuera de lugar, lo entendió mejor que muchos. Se llevó el sorteo de la FIFA a Washington. Convenció a Gianni Infantino de crearle un Premio de la Paz que nadie pidió, y se lo aceptó como si ya hubiera desactivado la guerra en Ucrania. Se sacó la foto con la copa, abrazó al presidente de la FIFA, saludó a las cámaras y se fue directo a los titulares.
No necesita el Mundial. Se lo adjudicó antes de que empiece.
Mientras tanto, se preparan las ciudades sede y ese trabajo avanza. Pero el país también requiere representación, presencia política y liderazgo. El Mundial no solo es de la FIFA, también de quien lo sabe capitalizar.
¿Y si asisten Trump y Carney y no asiste la presidentA? La narrativa la contarán otros.
No se trata de ir al estadio por compromiso. Ni de figurar por figurar. Se trata de entender lo que está en juego: el Mundial como herramienta de poder blando, en el año exacto en que se revisa el T-MEC, con la relación bilateral con Estados Unidos viviendo su etapa más volátil, y con Trump usando todo evento público para reposicionarse como líder global.
El Mundial le servirá a él. ¿Le servirá a ellA?
Dilma Rousseff lo vivió en carne propia en 2014. Apostó a que el fútbol uniría a Brasil, y fue recibida con una rechifla monumental. Aun así, no se escondió. No fue al palco a recibir flores, sino a mostrar liderazgo, incluso cuando no la aplaudían. Y lo hizo sabiendo que el costo de no ir era mayor que el de ser abucheada.
Putin organizó su Mundial como si fuera una operación militar: todo limpio, ordenado, seguro. Usó el torneo para demostrar que Rusia podía recibir al mundo sin una sola grieta. Aprovechó la final para consolidar su imagen y dejó que Infantino lo llamara “el mejor organizador de la historia”.
Chirac, en 1998, se convirtió en símbolo de unidad al abrazar a Zidane cuando ganó el mundial. Transformó un triunfo deportivo en triunfo político.
¿Y nosotros?
Se trata de mostrar que México está al nivel de los grandes. Que tiene jefA de Estado que juega en la cancha global, que no teme al ruido, que no deja pasar las oportunidades históricas.
El balón importa. Pero más aún, quién lo pone a rodar.
Y si México tiene el saque inicial… no puede dejarlo pasar.
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