Fue durante el gobierno de Miguel de la Madrid cuando el tema de la inseguridad irrumpió en la agenda nacional: las extorsiones, los secuestros y los homicidios dejaron de ser un asunto de seguridad pública para convertirse en un tema de seguridad nacional, una calamidad que ante la descomposición de instituciones y los niveles inauditos de impunidad, fue abarcando cada vez más territorios.

En los años previos, los de López Portillo, la delincuencia común era atendida con relativa eficacia por los policías de la vieja escuela, como Arturo Durazo, El Negro, y Francisco Sahagún Baca, jefe de la temible Dirección para la Prevención de la Delincuencia.

En la década de los 70, el narcotráfico era un tema distante y los pocos cárteles que había en el país estaban concentrados en llevar la droga a su principal destino, los Estados Unidos. Pero, a partir de los años 80 las cosas empezaron a cambiar para mal.

Son varios los ingredientes que contribuyen a explicar esa mutación perversa, uno de ellos fue la política de descabezamiento de las bandas criminales que parecía rendir una ofrenda a las agencias de inteligencia de Estados Unidos. En la medida en que los “objetivos prioritarios” eran capturados o abatidos, tomaban el mando personajes más violentos y menos cerebrales; se impuso una brutalidad que rompió todos los códigos del honor criminal y las bandas que antes no se metían con la gente, se volcaron contra la sociedad.

La decisión del capo del Cártel del Golfo, Osiel Cárdenas Guillén, de reclutar a militares provenientes del Cuerpo de Fuerzas Especiales como su brazo armado, le aportó a ese grupo criminal otra lógica: no se trataba solo de proteger las rutas sino de lograr el control de los territorios y una vez sometidas las autoridades municipales, estatales y federales de la región, resultó casi natural diversificar sus actividades delictivas incursionando en la extorsión, la trata de personas, el secuestro y otros delitos.

Contribuyó a descomponer la pax narca la decisión del gobierno norteamericano de imponer, tras los atentados de las Torres Gemelas en 2001, un control más estricto de sus fronteras. Muchos cargamentos se quedaron en México y los narcotraficantes empezaron a crear un mercado local para su mercancía; con el crecimiento del consumo se dio el incremento del narcomenudeo y la multiplicación de los delitos.

Acompañó al ascenso vertiginoso de las actividades criminales, la pasividad de alcaldes, gobernadores y de muchos funcionarios federales. Por ineptitud, miedo o ambición, se convirtieron en socios o protectores de los delincuentes.

Atender el desbordamiento criminal reclama la decisión política de los gobernadores y los alcaldes de emprender una depuración en las policías estatales y municipales y en los aparatos de procuración y administración de justicia.

La naturaleza descomunal del fenómeno delictivo reclama una respuesta integral del Estado que incluya a los tres poderes, a los tres órdenes de gobierno y a la sociedad. Sin embargo, hasta ahora, esta visión está ausente. Y los buenos resultados también.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate