El pasado martes 14, sin una razón aparente, el Presidente volvió a poner sobre la mesa el tema de la revocación del mandato; desafió a sus adversarios a agregar una boleta el día de las elecciones con una simple pregunta: ¿quieres que se quede o que se vaya el Presidente?

Para algunos se trató meramente de una jugada de distracción frente a las críticas por el manejo errático ante la pandemia y la cada vez más precaria situación de la economía, pero para otros fue un intento para meterse al proceso electoral del año próximo (el “efecto de arrastre” que se probó eficaz en 2018), dado que diversos estudios de opinión muestran una fuerte caída de Morena en las preferencias electorales, lo que podría quitarle la mayoría en la Cámara de Diputados y afectar las posibilidades de nuevas reformas constitucionales.

Lo cierto es que el tema de la revocación se inscribe en un clima de crispación que se expresa en dos extremos: por un lado, quienes dan un apoyo total al Presidente, que raya en el fanatismo, y, por el otro, los que sienten un repudio tan rotundo, que los lleva a no reconocerle mérito alguno. Para estos últimos la consigna es: ¡Que se vaya López Obrador!

¿Qué escenarios se abrirían ante una ausencia definitiva del presidente de la República? Los desenlaces dependerían de la manera en que dejara la Presidencia; algo muy distinto sería que lo incapacitara una enfermedad paralizante o, incluso, que sobreviniera la muerte (explicada por su edad y sus enfermedades preexistentes) y otro ingrediente —que abriría paso a un escenario absolutamente perturbador—, es que fuera el resultado de un atentado o de un golpe de Estado.

En los primeros años de la post revolución (1920-1934), la constante fue una cruenta disputa por el poder. En 1920, el asesinato del presidente Carranza exigió que una mayoría calificada en el Congreso de la Unión, designara al presidente sustituto; Adolfo de la Huerta concluyó el periodo de Carranza y convocó a elecciones en las que fue electo el caudillo.

En 1928, poco después de haber sido reelecto, Obregón fue asesinado. El Congreso de la Unión designó como presidente interino a Emilio Portes Gil quien convocó a elecciones en las que resultó favorecido Pascual Ortiz Rubio; en 1932 El Nopalito renunció y en su lugar el Congreso nombró a Abelardo L. Rodríguez, quien concluyó el mandato. Desde entonces no se ha vuelto a dar la ausencia definitiva del titular del Poder Ejecutivo.

Es importante subrayar que en todo ese periodo convulso de la vida política de México, las crisis que detonaba la ausencia definitiva del presidente pudieron conducirse gracias a la presencia definitoria de un “hombre fuerte” capaz de orientar las decisiones del Congreso: tras la muerte de Carranza fue Obregón, y en el periodo 1928-1934 (cuando ocuparon la Presidencia Portes Gil, Ortiz Rubio, Abelardo Rodríguez y Lázaro Cárdenas), fue Calles convertido en el “Jefe Máximo”. Pero de no haber existido este factótum, la disputa por la Presidencia pudo haber desencadenado rebeliones o asonadas, de hecho, no se evitó la rebelión escobarista en 1929.

En 2012 se reformó la Constitución con el propósito de darle un cauce más terso al desafío institucional que porta la ausencia definitiva del presidente. El artículo 84 quedó así: “En caso de falta absoluta del Presidente de la República, en tanto el Congreso nombra al presidente interino o substituto, lo que deberá ocurrir en un término no mayor a sesenta días, el Secretario de Gobernación asumirá provisionalmente la titularidad del Poder Ejecutivo.” Así que, en un primer momento y por no más de sesenta días, la presidenta sería Olga Sánchez Cordero o quien ocupara en ese momento la titularidad de la Secretaría de Gobernación.

Lo que vendría sería la atrofia. Una presidenta temporal con un poder sin autoridad o, quizás peor, una autoridad sin poder. Sesenta días de fuerzas desatadas, de arreglos y desarreglos, de perversidad y traición, de muchas “manos negras” queriendo influir en el Congreso: los “dueños de México”, la embajada de EU, los capos de las distintas facciones políticas, los medios de comunicación y el crimen organizado. Y a la par, la estampida de capitales y la emigración de familias. Todo esto en el escenario de una brutal recesión, total incertidumbre y con los demonios sueltos en las calles y en las plazas públicas.

¿Han pensado en este escenario quienes gritan “que se vaya el presidente”?



Presidente de GCI. @alfonsozarate

Google News

TEMAS RELACIONADOS