El miércoles 6 de enero quedará escrito en la historia de Estados Unidos como un día de vergüenza. Su sistema político que ha sido puesto como ejemplo para el mundo, exhibió su rostro torvo, siniestro y frágil.

Una turba fanatizada irrumpió en el Capitolio con el propósito de torcer la voluntad mayoritaria de los electores, evitar la certificación del triunfo de Biden y mantener a Donald Trump en el poder.

Las imágenes muestran a personajes grotescos posando en el salón de sesiones de la Cámara de Representantes o con los pies arriba de un escritorio de la oficina de la líder demócrata, Nancy Pelosi. Son las estampas del desenfreno.

Lo que asoma para el tiempo por venir es perturbador porque se va Trump, aunque no del todo, pero se quedan esas franjas supremacistas que despliegan su violencia contra aquellos que no corresponden a su supuesto linaje: blancos, anglosajones y protestantes.

Pero lo peor es que el asalto fue inducido desde la Casa Blanca, que un hombre con evidentes trastornos de personalidad se ha negado a reconocer los resultados de las urnas y en un arrebato demencial insiste en su perorata: “me robaron la elección”. Y lo peor es que en esa postura lo acompañan no solo esas franjas de sectarios sino la mayoría de los senadores y representantes republicanos porque Trump se apropió del Partido Republicano. Estados Unidos encara su peor amenaza, el enemigo interno.

Ante esta realidad, algunos han planteado dos alternativas insólitas y de difícil realización: la destitución del presidente a través del impeachment o invocando la enmienda 25 de la Constitución norteamericana que prevé que el vicepresidente y la mayoría de los miembros del gabinete pueden declarar que el presidente se encuentra imposibilitado para desempeñar las funciones y obligaciones de su cargo.

Los hechos del Capitolio han llevado al límite las lealtades al presidente de muchos de sus colaboradores. La secretaria del Transporte y la de Educación renunciaron en protesta por la conducta de Trump y otros funcionarios de distinto rango de la Casa Blanca han abandonado a un presidente que parece cada vez más desquiciado.

Los acontecimientos en Washington nos advierten sobre los riesgos que asoman para nuestra defectuosa democracia, porque aquí también gobierna un hombre que solo reconoce los resultados electorales cuando gana. Un presidente que, como Trump, lejos de llamar a la unidad, propaga el odio de unos contra otros; que, como Trump, tiene un delirio de grandeza que lo sitúa a la altura de los grandes héroes de la Patria.

Y un presidente que tiene a su servicio a una masa que cortejada día con día y alimentada con las dádivas sociales, parece dispuesta a seguirlo a donde sea. No es difícil imaginar la reacción iracunda de turbas que ante resultados adversos el 6 de junio e incitadas desde Palacio Nacional se propongan desmentir en las calles lo que la mayoría haya decidido en las urnas. Como la estadounidense, nuestra errática democracia está bajo asedio.

Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
@alfonsozarate