Los mensajes del presidente de la República (“no dejen de abrazarse”) y sus recorridos a flor de tierra saludando y besando a las multitudes, con su liderazgo indisputable y la fortaleza moral que lo protege del contagio (López-Gatell dixit), han contribuido a desestimar la violencia social que porta la pandemia; en casi todos los centros urbanos del país la gente mantuvo por semanas sus rutinas mientras el coronavirus, como un cáncer, avanzaba silencioso.

Pero esto ya resultó insostenible e imprudente. Lo que asoma ahora es el choque con la realidad, el freno abrupto de la gente y de la economía, el desconcierto y la angustia de quienes viven al día, la mayoría, y no tienen en la memoria la experiencia de una guerra o de una calamidad como la que está cobrando miles de vidas en el mundo y rebasando los sistemas de salud en naciones desarrolladas.

Contrariando a las caricaturas que retratan a los hombres de negocios vestidos de etiqueta, con el vientre abultado y un rostro codicioso, la mayoría de los empresarios mexicanos son hombres y mujeres esforzados que cada día se levantan muy temprano antes de que sus changarros abran sus puertas al público (misceláneas, taquerías, fondas, tintorerías, peluquerías...) y cuyas jornadas van más allá de las 12 horas diarias sin pago de tiempo extra.

La doctora Viridiana Ríos refiere en un artículo para The New York Times (20 de marzo) que de los 2.7 millones de empresarios mexicanos, casi 2 millones son clasificados como de clase baja o media baja, habitan en viviendas que carecen de servicios básicos y tienen niveles de escolaridad bajos. Por eso, afirma, “apoyar al empresario puede ser compatible con la meta de poner a los pobres primero porque tristemente, la gran mayoría de los empresarios en México también son pobres”.

Sin apoyos oficiales, calcula Mario di Costanzo, podrían desaparecer más de 150 mil micro, medianas y pequeñas empresas (mipymes), más de un millón de empleos, además de incrementarse en al menos 50% la cartera vencida.

El gobierno federal y los estatales tienen que diseñar y poner en práctica, con sentido de urgencia, medidas que apoyen la sobrevivencia de esas empresas y otorguen apoyos directos a quienes se ubican en la informalidad. El gasto público tiene que revisarse y reorientarse para este tiempo crítico, frenando o posponiendo proyectos magnos que no son prioritarios ni rentables. Pero este desafío rebasa a los gobiernos y nos interpela a todos.

La Cámara Nacional de la Industria de Transformación (Canacintra), por voz de su presidente, Enoch Castellanos, ha llamado a constituir un Acuerdo Nacional de Emergencia Económica y Bienestar Social, en el que nadie se quede atrás. Entre otras medidas, la convocatoria de los industriales incluye: a) subsidio al 100 por ciento a las contribuciones del Seguro Social y vivienda; b) financiamiento directo de la banca de desarrollo a las mypimes, y c) preservación de las cadenas productivas sustituyendo importaciones con producto nacional. El Acuerdo reclama el concurso del gobierno, el sector productivo, el sindical y la academia. Los desafíos son enormes y no pueden ser enfrentados solo por los gobiernos.

A la plaga del coronavirus se agregan otras: los precios del petróleo han caído abruptamente, el peso se deprecia ante el dólar, la recesión económica y la inseguridad desbordada golpean a la gente más pobre y al sector productivo. Pero, una vez que haya quedado atrás la pandemia y sean más evidentes sus efectos depredadores, será clave que este trance sirva para sacudir inercias, revisar diagnósticos, replantear prioridades y estrategias que no han funcionado.

En tiempos de crisis no debe haber espacio para la mezquindad. Construir el Acuerdo es imperativo, son tiempos de solidaridad, que nadie se quede atrás.



Presidente de GCI. 
@alfonsozarate

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