Distintos estudiosos han ofrecido su interpretación sobre la manera en que se resolvía la sucesión durante los tiempos de preeminencia del partidazo, a partir del reconocimiento del presidente como el Gran Elector (en su tiempo, también así se le llamó a don Porfirio). La primera regla era que al presidente nadie le disputaba ese privilegio y quienes se atrevieron a impugnarlo pagaron con su vida.

Segunda regla: el presidente debía pulsar el sentir de la clase gobernante, los liderazgos del partido y los poderes fácticos: los generales con mando de tropa en el periodo de 1920 a 1940; las más poderosas organizaciones sindicales y campesinas y los hombres de poder de 1940 a 1960; y, a partir de los años sesenta del siglo pasado, de los más ricos, agrupados en el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios (CMHN), hoy Consejo Mexicano de Negocios (CMN).

Tercera regla: solo el presidente definía los tiempos, de ahí que procurara que las ansias se guardaran para después del quinto Informe de gobierno, por dos razones principales: 1) sabía que, a partir del momento del “destape”, cuando ya había candidato presidencial, su poder empezaba a declinar y 2) para disminuir los riesgos de un golpeteo inclemente que deteriorara al elegido.

Cuarta regla: “para ser Papa era preciso ser cardenal”, lo que quería decir que en ese juego no participaban ni gobernadores ni legisladores; solo los miembros del estrecho círculo presidencial y, de este, solo un puñado.

Quinta regla: ninguno de los posibles sucesores podía reconocer sus aspiraciones, mucho menos buscar apoyos. Los que se adelantaron, pagaron las consecuencias.

Una vez que el elegido escuchaba “las palabras mayores”, el presidente le imponía un voto de silencio (sexta regla); mientras no se hicieran los pronunciamientos públicos por el partido o por alguno de sus sectores, no podía confiarle este secreto a nadie.

Otro ingrediente que caracterizaba la sucesión en clave priista (séptima regla) era la negativa del presidente a entregarle el poder a aquel de sus colaboradores que tuviera fuerza propia.

A diferencia de Mario Moya, que había construido una densa red de apoyo entre gobernadores, legisladores, intelectuales y grandes empresarios, José López Portillo carecía de un grupo político propio. Y algo más: al Gran Elector le enfurecía que sus colaboradores se asumieran como los artífices de las realizaciones del régimen. La excepción fue Salinas de Gortari, a quien se reconocía como el cerebro detrás de la política económica del gobierno lamadridiano.

En 1994, Carlos Salinas de Gortari decidió que Luis Donaldo Colosio, su hechura, fuera su sucesor; sin embargo, su homicidio lo obligó a un segundo destape, resultó Ernesto Zedillo, nuestro presidente accidental.

En el año 2000, con la primera alternancia, pareció que esa costumbre anacrónica había desaparecido, pero no ocurrió así. Hoy, de nuevo, el presidente se ha transmutado en El Gran Selector en su partido y las encuestas no son sino cortinas de humo para encubrir el dedazo. Por fortuna, hoy los votos cuentan y se cuentan, del resultado en las urnas dependerá que resulte, además, El Gran Elector.

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