En los inicios de la Revolución cubana, el Che Guevara propuso la utopía: la construcción del “hombre nuevo”; para apuntalarla, a lo largo y ancho de la isla se repetía una consigna, síntesis de la pedagogía revolucionaria: “Nos negamos a erigirle un altar al dios dinero”.

El “hombre nuevo” privilegiaría el interés colectivo sobre el personal; despreciaría las recompensas materiales del mundo capitalista y, por el contrario, valoraría los estímulos morales: los diplomas con los que la Revolución reconocía los esfuerzos extraordinarios de los trabajadores en las zafras, por ejemplo.

Lo que ocurrió fue que, más temprano que tarde, los trabajadores cubanos dejaron de hacer esfuerzos especiales porque no tendrían más recompensa que un certificado en el que la Revolución reconocería sus méritos y, quizás, una foto con Fidel, el comandante en jefe.

La lógica igualitaria no significó el ascenso de los pobres para consolidar una vigorosa clase media, sino emparejar hacia abajo: todos pobres, excepto la alta burocracia que disfruta de extraordinarios privilegios. La dictadura del proletariado se trocó en un régimen policiaco, los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) al nivel de cada calle o de cada manzana como instrumentos de control sobre quienes quisieran desviarse de la ruta: la dictadura sobre el proletariado.

Hoy en Cuba, como es evidente en hoteles, restaurantes y cabarets, han regresado las propinas. ¡Maldita naturaleza humana! Los incentivos materiales sí funcionan y hoy en la mayor de las islas del Caribe, los meseros dejan la abulia que los caracterizó por décadas y atienden con presteza, ya hasta se ofrece Coca-Cola, “las aguas negras del imperialismo”. Las virtudes revolucionarias quedaron arrumbadas, como la utopía, una idea delirante.

Para una mente cándida difícilmente hay matices: el mundo se divide en buenos y malos, así parece dividir el mundo el presidente López Obrador entre puros y pecadores y no comprende que su pretendida “superioridad moral” expresa uno de los pecados capitales: el de soberbia: se cree elegido para llevar a México a una transformación histórica, como la Independencia, la Reforma y la Revolución.

El discurso político muda a un sermón religioso que aconseja que es desde la pobreza donde es posible alcanzar la felicidad y que no se necesita lo superfluo, solo un par de zapatos y una muda, ¿para qué más? Y en las redes sociales algunos “puros” le reclaman a Tatiana Clouthier que porte un reloj costoso y ella responde que no tiene por qué ocultar lo que es fruto de un trabajo honesto.

López Obrador predica las virtudes de la austeridad y de las privaciones y propone un régimen igualitario en el que el Estado (más bien quien lo encarna) le haga llegar una asignación a cada pobre. Pero, desdeña lo que dice Isaac Katz, que “lo que queremos es equidad en la prosperidad y no igualdad en la miseria”.

La riqueza es pecado. ¿Y la riqueza bien habida, la que ha sido producto de los esfuerzos y desvelos, de la disciplina y el talento a veces de varias generaciones?, ¿y el sueño legítimo de traducir esos afanes en mejor educación para los hijos y en mayor bienestar para sus familias?

Pero en ese intento de imponer los valores franciscanos, hay algo que desconcierta: el papel que juegan personajes cuestionados y cuestionables como los Salinas Pliego, los Larrea y los Hank, que ayer eran emblemáticos de esa “minoría rapaz” y hoy son los beneficiarios de los mayores contratos y de las más jugosas concesiones.

En el pensamiento presidencial, la honestidad y la austeridad son condiciones suficientes para gobernar, de allí el desprecio por los profesionales, lo mismo médicos que ingenieros o arquitectos. La experiencia, la capacidad y la eficacia no importan, solo la honestidad y la austeridad.

Es cierto, poco a poco se va perfilando el gobierno de los puros: puros incondicionales, puros adeptos, puros leales, puros cuates...

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