Los desastres son acontecimientos repentinos, impredecibles, de impactos enormes: un sismo, un tsunami, una erupción, por ejemplo, son la expresión de la fuerza destructora de la naturaleza. Los gobiernos no pueden evitarlos, pero sí pueden construir las condiciones para reducir sus impactos. Sin embargo, ante la pandemia del coronavirus las autoridades mexicanas parecen estar perdiendo un tiempo muy valioso.

Mientras el contagio avanza silencioso, en los países más desarrollados se imponen medidas drásticas. Pero aquí permanece una calma chicha. El propio presidente rechaza las prevenciones que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS): “No dejen de abrazar”, recomienda y se niega a usar el gel antibacterial. El contacto físico del presidente con la gente se convierte en un mal ejemplo, riesgo para su salud y para la seguridad nacional.

Hace unos días, imágenes difundidas por la propia cuenta del presidente, circularon profusamente por las redes sociales: sale de un hotel en Ometepec, Guerrero, dándole las manos y abrazando a la gente que se arremolina en torno suyo. Antes de llegar a la camioneta que lo llevará a Xochistlahuaca, la gente lo apapacha y él saborea esos acercamientos, está en su elemento. “Yo no me pertenezco —ha dicho—, le pertenezco al pueblo.” Un hombre le acerca a su hija, López Obrador la carga y la besa en la mejilla, Socorrito, una pequeña de cuatro años, permanece inmutable, en seguida se escuchan voces que piden que se le haga espacio al presidente “para que pueda saludar a la niña”, se trata de otra pequeña en una silla de ruedas, López Obrador se acerca y la besa.

Parece un día como cualquier otro, pero no lo es: la presencia amenazante del coronavirus que tiene en la máxima alerta a varias naciones, es ignorada por el jefe del Estado mexicano que sigue comportándose como candidato en campaña. El voluntarismo se impone y en el colmo, el subsecretario Hugo López-Gatell justifica ese insólito comportamiento: “la fuerza del presidente es moral, no es una fuerza de contagio” y, quizás, ruega en silencio a la virgencita de Guadalupe y a todos los santos que la infección que no supimos frenar a tiempo, no nos lleve al infortunio.

La pandemia nos sorprende en momentos en que el sistema de salud sufre por la escasez de recursos, con directivos de los institutos amedrentados y altos funcionarios del sector insensibles o ausentes; faltan protocolos claros para la atención de personas con Covid-19, también insumos (medicinas, guantes, tapabocas), ni siquiera hay equipos suficientes; las recomendaciones que se transmiten en los medios son contradictorias y no se ha convocado al Consejo de Salubridad General, autoridad máxima en la materia prevista en la Constitución, que depende directamente del presidente de la República y cuyas disposiciones generales son obligatorias en el país.

Más allá de los impactos en términos de salud, incalculables y dramáticos, la pandemia golpeará duramente las actividades productivas, llevará a la quiebra a miles de negocios que hoy operan apenas por encima del punto de equilibrio, golpeará duramente al sector turístico, al exportador y al comercial y acentuará la recesión. En esa perspectiva, resulta imperativo que, como ocurre en otras naciones, el gobierno diseñe un programa para paliar esos impactos. Sin embargo, ante el desastre que se asoma y los avances de la pandemia que ha cobrado miles de vidas en distintos puntos del globo, México permanece en la fase uno.

POSDATA

El país está en aprietos cuando frente a los riesgos del coronavirus el presidente revela —como lo hizo ayer durante su conferencia mañanera— que su “escudo protector” es la honestidad y el combate a la corrupción y que oraciones y amuletos son sus guardaespaldas.

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