Desde el arranque del sexenio Alfonso Romo Garza está montado en una especie de sube y baja. A veces parece una estrella refulgente, pero en otras se apaga. Sin embargo, y a pesar de su nula experiencia en la administración pública, ha mostrado una formidable capacidad para reinventarse.

Desde su reclutamiento en 2011, Andrés Manuel hizo de Romo su interlocutor con los empresarios más importantes de México, el que convencería a los hombres del capital de que el tabasqueño no era un peligro para México y merecía el beneficio de la duda.

Ya al inicio esta administración asumió la jefatura de la Oficina de la Presidencia. Ante la preocupación entre los inversionistas por la advertencia del candidato de Morena de que cancelaría la construcción del nuevo aeropuerto, Romo les pedía que no dieran mucha importancia a lo que solo eran palabras de un aspirante en campaña. El proyecto caminaría.

La realidad lo refutó, el aeropuerto fue cancelado y, más tarde, López Obrador explicó: se trataba de mostrar quién manda en el país. Romo perdió mucha de su credibilidad ante los grandes empresarios, aunque para muchos siguió siendo el enlace indispensable para llegar al presidente.

En el principio, cuando se integró el grupo gobernante, Romo se sirvió de su ascendiente con López Obrador para ubicar a gente suya en posiciones clave en la banca de desarrollo y en el SAT, lo que lo enfrentó con Carlos Urzúa, entonces secretario de Hacienda y un aliado de mucho tiempo de López Obrador. Romo salió airoso y emergió más fuerte que antes.

La economía del país, que según promesa de campaña debía alcanzar “cuando menos” 4% de crecimiento en este sexenio, está estancada y las cifras de 2019 confirman algo peor: un serio retroceso. Pero, ahora, confrontado con la realidad, el presidente dice que el crecimiento no importa, porque lo importante es el bienestar de la gente.

López Obrador tiene razón cuando denuncia que durante mucho tiempo tuvimos un crecimiento económico que no se tradujo en prosperidad para la mayoría de los mexicanos; fuimos ricos (o tuvimos la fantasía de serlo) pero no atendimos la severa desigualdad regional ni la pobreza extrema de millones de mexicanos. Pero sin crecimiento no hay forma de construir sobre cimientos sólidos el bienestar y el estancamiento económico está teniendo perniciosos efectos sociales. Las pensiones para los adultos mayores, para los discapacitados y los jóvenes, no podrán ser financiadas si la economía no crece; crecer se convierte en un imperativo de justicia y gobernabilidad.

Ante la incertidumbre, políticas erráticas, inseguridad desbordada y el exceso de leyes y reglamentos que favorecen la extorsión, cada vez resulta más difícil invertir en México. Las principales ramas industriales, como la construcción, viven uno de sus peores momentos en muchos años. La economía se está secando. Y aquí viene Romo, nuevamente: desde el 27 de enero tiene a su cargo la coordinación del gabinete responsable del crecimiento económico.

El principal obstáculo que enfrenta el regiomontano para cumplir la encomienda de reactivar la inversión productiva y promover el crecimiento no reside en las resistencias de sus compañeros de gabinete o en la desconfianza de los inversionistas, sino en su propio jefe. Ningún argumento vale ante sus intuiciones. Si el presidente decide cancelar el proyecto del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México y sepultar (en este caso, inundar) una inversión de miles de millones de pesos; si emprende proyectos, como el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas, cuya viabilidad y pertinencia están en duda; si sigue haciendo de su conferencia mañanera una mixtura de “la casa de los sustos” y En familia con Chabelo, no habrá forma de que Romo cumpla su tarea. Y entonces, más temprano que tarde, se impondrá la tentación de buscar culpables. De ahí lo infausto de la tarea encomendada.

Presidente de GCI. @alfonsozarate

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