En el siglo XX destacan dos reformas a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. La de 1987 delegó el control de legalidad a los tribunales colegiados de circuito; y la de 1994 modificó su composición al reducir de 21 a 11 el número de Ministros y crear el Consejo de la Judicatura Federal como encargado de los asuntos administrativos y disciplinarios. Ambas reformas coincidieron en fortalecer el papel de la Suprema Corte como tribunal constitucional. El objetivo fue, a mi juicio, consolidar el modelo de control constitucional, distinto al norteamericano, denominado austriaco, europeo o concentrado.

Esto significa que corresponde a la Corte garantizar la vigencia de la Constitución como la norma suprema de todo el ordenamiento jurídico, instrumento de limitación y control del poder en México. Actualmente, el Poder Judicial es capaz de controlar al Legislativo, al declarar una ley como inconstitucional, y al Ejecutivo, al amparar a los ciudadanos contra sus actos u omisiones que afectan los derechos humanos.

Recientemente el ministro presidente, Arturo Zaldívar, representante del Poder Judicial de la Federación, envió al Senado a través del titular del Ejecutivo Federal una propuesta de reforma elaborada al interior del propio Poder Judicial, lo que garantiza su independencia y autonomía. La propuesta busca apuntalar su función como tribunal constitucional, agilizar la impartición de justicia, reorganizar la Judicatura, impulsar la paridad de género y fortalecer la rendición de cuentas. Se trata de una reforma integral que incluye diversas cuestiones diagnosticadas como necesarias desde tiempo atrás por abogados, académicos y ministros.

Uno de los planteamientos tiene como fin concentrar el papel de la Corte en la resolución de los conflictos de mayor relevancia y trascendencia para la sociedad mexicana. Se pretende desahogar su carga de trabajo y avanzar, de acuerdo con el  proyecto de reformas con y para el Poder Judicial de la Federación, en tres grandes rubros.

Primero, que la Corte se limite a analizar violaciones directas a la Constitución y tratados internacionales de los que el país sea parte, dejando de lado el análisis de cuestiones de legalidad. Así, las controversias que atienda la Corte se ceñirían a la constitucionalidad de normas, actos u omisiones, además de que el máximo tribunal trasladaría la resolución de conflictos competenciales entre autoridades jurisdiccionales a los nuevos Plenos Regionales, órganos colegiados conformados por varios circuitos.

Por otra parte, en materia de amparo hay varias modificaciones. La Corte solo conocería un recurso de revisión en amparo directo cuando, a su juicio, se trate de un asunto de interés excepcional en materia constitucional o de derechos humanos. Asimismo, los autos que desechen la revisión en amparo directo serían inimpugnables, al tiempo que el incidente de cumplimiento sustituto, regulado por los artículos 204 y 205 de la Ley de Amparo, sería conocido por los propios órganos que concedieron el amparo y ya no por la Suprema Corte.

Finalmente, se elimina el recurso de revisión administrativa por parte de la Corte en la designación de jueces y magistrados. De esta manera, los recursos de revisión de resultados de los concursos de oposición para los impartidores de justicia serán presentados ante el Pleno del Consejo de la Judicatura Federal, que resolverá en definitiva.

A reserva del sano debate legislativo que está por darse, la virtud de la propuesta planteada radica en su congruencia con otras reformas históricas que tuvieron como fin consolidar un tribunal constitucional en México. Existe un amplio consenso en la necesidad de transformar al Poder Judicial de la Federación para acercarlo a la ciudadanía, mejorar su régimen de rendición de cuentas y agilizar sus procesos para lograr una justicia más pronta y expedita. Orientar las labores del máximo tribunal hacia el control constitucional y el análisis de los asuntos jurídicos de mayor trascendencia es un paso en el sentido correcto.

Académico de la UNAM

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