En Estados Unidos, la famosa actriz Felicity Huffman, protagonista de la serie de televisión Desperate Housewives, deberá presentarse voluntariamente a prisión el próximo 25 de octubre. Lo anterior se debe a que una Corte Federal en Boston, Massachusetts, la sentenció a 14 días de prisión más una multa de 30 mil dólares, 250 horas de servicio comunitario y un año de libertad supervisada.

Al emitir la sentencia, la jueza del caso, Indira Talwani, tomó en consideración que Huffman se declaró culpable de pagar una suma de 15 mil dólares a una organización falsa de beneficencia con el objetivo de que su hija pudiera acceder a una de las mejores universidades de Estados Unidos. Pero además de este caso, el FBI descubrió que 51 padres con alto poder adquisitivo pagaron sobornos a diversos operadores para que sus hijos obtuvieran buenas calificaciones en exámenes de ingreso de prestigiadas universidades, entre ellas Yale, Stanford o Georgetown.

Este caso posee dos poderosos mensajes para la sociedad. En primer lugar, que la ley debe aplicarse a todos por igual; sin importar si se trata de una estrella de Hollywood, un millonario o un político revestido de mucho poder, todos deben sufrir las consecuencias jurídicas de cometer un delito, como cualquier otra persona. Pero el segundo elemento a destacar es que la corrupción es un fenómeno multifactorial que ha permeado en las sociedades contemporáneas, sin importar la clase social, origen étnico o religión.

El filósofo Michael Sandel advierte que la corrupción se presenta de dos formas. La más familiar es la que asociamos con la idea de “echar mano a la caja”, es decir, sobornos, pago de favores o tráfico de influencias. En este tipo de corrupción, los representantes de grupos de interés sobornan a las autoridades a cambio de contactos y favores. Igualmente, este tipo de corrupción prolifera en secreto y suele ser condenada cuando se pone al descubierto.

Pero hay otra clase de corrupción que se está abriendo paso paulatinamente y que no conlleva robo ni fraude, sino más bien una modificación en las costumbres de los ciudadanos, un distanciamiento con respecto a las responsabilidades públicas. Esta segunda clase de corrupción, denominada por el filósofo como “corrupción cívica” puede ser más perniciosa que la primera. Aunque no infringe la ley, debilita el espíritu sobre el que se fincan las buenas leyes e instituciones y, para el momento en que esto se hace evidente, es muy probable que los nuevos hábitos adquiridos por la sociedad estén demasiado extendidos y arraigados como para que haya alguna posibilidad de dar marcha atrás.

En El laberinto de la soledad, Octavio Paz muestra que existen reglas de formación de las instituciones y leyes, que solo son rastreables a través de la observación atenta de costumbres, peculiaridades del lenguaje y momentos decisivos en la articulación de una sociedad. El poeta analizó la psicología y la moral del mexicano en su obra: ¿Por qué despreciamos el orden, el respeto, la legalidad? ¿Cómo movemos la conciencia de millones de mexicanos para cambiar la cultura de la corrupción por la cultura de la legalidad?

El reto es mayúsculo. Debemos combatir ambas formas de corrupción: continuar construyendo un Estado de Derecho y al mismo tiempo emplear la ética, la moral y la honestidad como instrumentos para modificar las malas costumbres; necesitamos una poderosa idea que cambie la mentalidad de la ciudadanía en México. Aunque se trata de una meta compleja, es posible alcanzarla. Así como miles de jóvenes salieron a las calles a brindar desinteresadamente su apoyo y solidaridad para las víctimas del terremoto de la Ciudad de México, debemos asumir todos el compromiso de combatir uno de los mayores flagelos de nuestro país: la corrupción.

Académico de la UNAM

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