El régimen castrista ha sido desahuciado en numerosas ocasiones. Ha sobrevivido a la crisis de los misiles, el embargo estadounidense en sus múltiples versiones, la catástrofe de las zafras fallidas, el aventurismo militar de los 70, el Marielazo, la caída del bloque soviético, el periodo especial, la muerte de Fidel, la erosión del subsidio venezolano y las penurias estructurales de una economía centralmente planificada.

Para infortunio del pueblo que la padece, la dictadura cubana tiene una indudable capacidad de supervivencia. No parece por tanto probable que una jornada de protestas sea suficiente para tumbarla.

Pero si a una le siguen varias y los cientos de manifestantes se vuelven miles y luego los miles se vuelven millones, tal vez se llegaría a la disyuntiva que describió Jorge Castañeda en un artículo publicado esta semana: “Mientras no salga el ejército a las calles; mientras salga pero no se vea rodeado o rebasado por los manifestantes; mientras tenga otra salida, la protesta no pasará a mayores. El día que no les quede más que disparar o desarmarse, todo terminó.” (https://bit.ly/2UIxiKe)

Y si termina, sobre todo si termina de mal modo, ¿qué pasa? No está del todo claro, pero, dados los posibles impactos sobre México, vale la pena especular.

En primer lugar, si el cambio es desordenado y se disloca una economía que ya de por sí es terriblemente disfuncional, habría la posibilidad de un arribo masivo de refugiados. Y aún en una transición ordenada, es muy probable que muchos cubanos busquen emigrar en las fases iniciales del proceso. La mayoría querría ir a Estados Unidos, pero no es descabellado suponer que el gobierno estadounidense metería el hombro para desviar una parte de los flujos hacia México.

En segundo lugar, una transición a la manera de Europa del Este en los 90 dejaría huérfano al aparato de seguridad cubano. Pienso en la policía y en el servicio de inteligencia, pero sobre todo en las fuerzas armadas. Desprovistas de su emporio económico y con controles políticos frágiles, podrían volverse —a la manera de los militares soviéticos — una fuente nada trivial de tráfico de armas y reclutamiento de matones a sueldos, muchos de los cuales podrían acabar en territorio nacional.

Tercero, un colapso del régimen castrista podría alterar la geografía del narcotráfico. A pesar de la incesante confrontación política e ideológica de Cuba con Estados Unidos, ha existido (al menos desde inicio de los 90) una colaboración fluida del aparato de seguridad cubano (particularmente los Guardafronteras) con la DEA. El gobierno estadounidense logró cerrar la ruta caribeña de la cocaína gracias en parte a la cooperación cubana. Ese apoyo podría ser considerablemente menos eficaz en las fases iniciales de una transición que llevase a un debilitamiento de las fuerzas de seguridad cubanas. Tal vez en esas circunstancias algunos traficantes emprendedores tratarían de darle la vuelta a México reabriendo la ruta del Caribe.

Por último, la caída del régimen podría significar la apertura de los archivos secretos cubanos, en un proceso similar a lo sucedido en la URSS o en Alemania del Este. Y eso se traduciría en un terremoto político en América Latina, empezando en México. Quedaría al descubierto la amplia red de apoyo e información que la inteligencia cubana ha construido a lo largo de seis décadas. Muchos saldrían mal parados con esas revelaciones.

En resumen, tal vez todavía le quede cuerda a la dictadura cubana, pero lo sucedido este fin de semana muestra que un colapso ha dejado de ser impensable. Hay que empezar a prepararse para las repercusiones.

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