Hace un año escribí sobre los resultados de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), correspondientes al mes de septiembre de 2020. Hice entonces la siguiente reflexión: “en la medida en que se vaya normalizando nuestra vida social y económica, la actividad delictiva irá regresando a sus niveles habituales. Con ello (y por desgracia), la percepción de inseguridad se ubicará de nuevo dónde estaba antes de la pandemia. Tal vez no de inmediato –la percepción es un indicador rezagado– pero es casi ineludible que el miedo regrese por sus fueros.”

Doce meses después, debo reconocer que me equivoqué. Según los últimos datos de la ENSU, referentes a septiembre de 2021, la percepción de inseguridad no solo no regresó a los niveles previos a la pandemia, sino que se mantuvo en una trayectoria descendente.

En el agregado de las 75 zonas urbanas cubiertas por la encuesta —levantada trimestralmente por el Inegi—, poco menos de las dos terceras partes de la población adulta (64.5%) manifestó que vivir en su ciudad era inseguro. Hace un año, el dato era 67.8% y en septiembre de 2019, la penúltima medición antes de la pandemia, 71.3%.

En algunos centros urbanos, la mejoría en la percepción de inseguridad ha sido realmente notable. Por ejemplo, el porcentaje de adultos que manifestó sentirse inseguros en Zapopan, Jalisco, pasó de 58.4% a 49.4% en el último año. En Puebla, la caída fue de 78.2 a 68.8%. En Veracruz, de 59.3 a 50.1%. En la alcaldía Benito Juárez, en la Ciudad de México, de 39.3 a 21.2%.

En contraste, la percepción de inseguridad en Fresnillo, Zacatecas es casi universal (94.1%). Lo mismo sucede en algunos municipios mexiquenses como Naucalpan (88.3%) o Ecatepec (85.1%). Y en algunas zonas urbanas con percepción de inseguridad tradicionalmente baja sufrieron un deterioro en el último año. En esa categoría, se encuentra Mérida, Yucatán, (de 22.5% a 35.4%).

Hace un año, la mejoría en la percepción de inseguridad estaba claramente asociada a la pandemia. La propia ENSU mostraba que la victimización había disminuido notablemente durante los meses de confinamiento. Tenía sentido que el miedo al delito disminuyera a la par de la incidencia.

En esta ocasión, la explicación no es tan obvia. Ciertamente, la movilidad sigue siendo limitada: de acuerdo con la ENSU, solo algo más de la mitad de los encuestados (53.4%) afirmó salir de su hogar todos los días. Ese hecho probablemente tenga un efecto de contención en la frecuencia de contención de los delitos y, por tanto, en la percepción de inseguridad.

Por otra parte, es posible que la percepción de inseguridad sea un indicador rezagado y que las personas evalúen las condiciones de riesgo a partir de la experiencia de los meses previos. Si ese el caso, todavía estaríamos viendo los efectos retardados de la emergencia sanitaria.

Pero cabe también la posibilidad, como se ha especulado en esta columna en varias ocasiones, que algunos de los cambios económicos y sociales que trajo la pandemia sean perdurables. Es posible, por ejemplo, que el trabajo remoto haya llegado para quedarse. Lo mismo vale para las compras en línea, por ejemplo.

Si es el caso, la matriz de oportunidades delictivas en zonas urbanas puede haberse alterado de manera permanente. Una parte importante del crimen puede haber migrado en definitiva hacia internet. El delito remoto puede ser igual de costoso para la sociedad que el delito presencial, pero ciertamente genera menos temor. Si nos estamos moviendo en esa dirección, la caída en la percepción de inseguridad en las ciudades podría ser estructural y persistente.

Ojalá.

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