En la tarde del domingo, un repartidor arribó en moto a un restaurante de la ciudad de Salamanca, Guanajuato. Traía como encargo la entrega de un paquete, que parecía regalo, al dueño del establecimiento. Este salió a recibirlo con uno de sus empleados. Al abrirlo, se disparó un dispositivo explosivo que iba en la caja. Las dos personas murieron al instante y cuatro más quedaron gravemente heridas.

Este hecho conmocionó al país. Por su audacia. Por su sofisticación. Por su brutalidad. Por su parecido con el terrorismo puro y duro.

De hecho, así lo describió el gobernador Diego Sinhue, como “acto terrorista”. Por su parte, el presidente Andrés Manuel López Obrador afirmó en la mañanera del lunes que el uso de explosivos era para “tratar de crear terror, miedo.”

¿Entonces, ante eso estamos, ante terrorismo? En términos de la definición legal, puede ser. En el Código Penal Federal, se castiga por el delito de terrorismo “a quien utilizando sustancias tóxicas, armas químicas, biológicas o similares, material radioactivo, material nuclear, combustible nuclear, mineral radiactivo, fuente de radiación o instrumentos que emitan radiaciones, explosivos, o armas de fuego, o por incendio, inundación o por cualquier otro medio violento, intencionalmente realice actos en contra de bienes o servicios, ya sea públicos o privados, o bien, en contra de la integridad física, emocional, o la vida de personas, que produzcan alarma, temor o terror en la población o en un grupo o sector de ella, para atentar contra la seguridad nacional o presionar a la autoridad o a un particular, u obligar a éste para que tome una determinación.”

En Salamanca parecen cubrirse los requisitos para tipificar el hecho como terrorista. Fue un ataque con explosivos que ciertamente produjo alarma y temor en la población. Y, según apuntan las primeras investigaciones, el atentado parece estar conectado a la extorsión del restaurante. Es decir, los asesinos buscaban obligar a los dueños del establecimiento a tomar una determinación (pagar la cuota) e intimidar a otras víctimas actuales o potenciales.

Poniéndose purista, se puede alegar que un acto terrorista debe de tener algún tipo de motivación política, que debe ser un ataque indiscriminado en contra de la población civil, y que las autoridades deben ser el destinatario del mensaje terrorista.

Pero, a final de cuentas, eso no es más que una discusión académica. Los que enviaron el paquete bomba pueden o no ser considerados terroristas, pero ciertamente son unos asesinos desalmados que operan sin mayor límite que su imaginación destructiva. Además, en condiciones de impunidad generalizada, estos actos acaban siendo replicados o superados. Al explosivo dirigido en contra de una víctima específica, puede seguirle una bomba en un establecimiento lleno. O un nuevo Casino Royale.

El atentado de Salamanca debería de poner el combate a la extorsión en una prioridad distinta. Las consecuencias de permitir el cobro generalizado de un impuesto criminal pueden ser extraordinariamente letales. Aquí no se trata solo de proteger inversiones o empleos, sino (sobre todo) de salvar vidas.

Este tema ya es impostergable. Existen además buenas prácticas en la materia (documentadas recientemente por México Evalúa) que podrían ayudar a prevenir hechos como los de Salamanca.

El país no se puede permitir que unos delincuentes manden bombas sin que haya algún tipo de reacción. Sea o no terrorismo lo que hicieron.

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