El jueves pasado, Abel Murrieta hacía campaña en una concurrida plaza comercial de Cajeme, Sonora. Sin operativo de seguridad, sin guardaespaldas, a pesar de ser candidato a alcalde de uno de los municipios más violentos del país, además de exprocurador general de justicia del estado.

Ese gesto de valor le costó la vida. Unos pistoleros lo cosieron a tiros, a plena luz del día, frente a múltiples cámaras de videovigilancia, sin mayor temor por las consecuencias de su acto homicida.

Siguió lo que habitualmente sigue en estos casos: una condena universal por el hecho, una promesa de justicia, y muy poca información sobre el móvil del atentado y la identidad de los asesinos.

La ejecución de Murrieta sucede en medio de una espiral de violencia que ha envuelto a Sonora, particularmente a los municipios del sur del estado. Tan solo en Cajeme —más conocido por su principal localidad, Ciudad Obregón— se acumularon más de 200 homicidios en los primeros cuatro meses del año. Esto, en un núcleo urbano de algo más de 400 mil habitantes. Eso implica una tasa de homicidio de 150 por 100 mil habitantes, cinco veces la tasa nacional.

¿Qué hay detrás de esa escalada de violencia? Según versiones de la prensa local, estas ejecuciones estarían vinculadas a un conflicto entre múltiples grupos criminales: entre otros, la banda de los Salazar, originaria de Navojoa, y la banda de Fausto Isidro Meza, alias el Chapo Isidro. Ese individuo estuvo durante años en la órbita de los Beltrán Leyva y sería ahora un aliado del Cártel de Jalisco Nueva Generación.

La zona sur de Sonora ha sido un espacio de tránsito de drogas desde hace varias décadas. En años más recientes, ha crecido de manera importante el robo de combustible en la región. Y junto a esos mercados ilegales, se ha venido expandiendo el fenómeno de la extorsión.

Las policías en esa esquina suroriental de Sonora han sido un problema persistente. En septiembre de 2019, Alfonso Durazo, entonces secretario de Seguridad y Protección Ciudadana y hoy candidato de Morena a la gubernatura de Sonora, anunció la intervención de las corporaciones municipales de Guaymas, Empalme, Cajeme, Hermosillo y Navojoa. Se puso a las policías bajo mando militar, con el propósito declarado de depurarlas y profesionalizarlas. El esfuerzo no parece haber sido particularmente exitoso: en marzo de este año, un grupo de policías de Cajeme salió a las calles a protestar por bajos salarios, pobres condiciones laborales y maltrato de los mandos.

Este coctel de mercados ilegales y debilidad institucional está generando una crisis de seguridad que ya no se limita al sur del estado. En el primer trimestre de 2021, el número de víctimas de homicidio doloso en Sonora aumentó 33% con respecto al mismo periodo del año anterior. El estado ya tiene una tasa de homicidio muy por encima a la de estados como Tamaulipas o Sinaloa.

Aún antes del asesinato de Abel Murrieta, la escalada de violencia había trastocado la contienda electoral en Sonora. El tema se ha vuelto una notable vulnerabilidad del candidato de Morena, Alfonso Durazo, dado su paso por la SSPC federal. Según medios locales, ha vuelto cerrada una elección que parecía ganada para Durazo a principios de años.

Cualquiera que sea el resultado electoral, la crisis de seguridad va a persistir en el futuro previsible. Sonora tiene mucho territorio y poco Estado, un ecosistema criminal complejo y pocas herramientas institucionales para enfrentarlo. Y, por ahora, no hay mucha voluntad ni muchos recursos para corregir esos desbalances.

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