Pegasus regresa a escena. De la mano de Amnistía Internacional y del colectivo Forbidden Stories, un consorcio internacional de medios -incluyendo a dos mexicanos, Proceso y Aristegui Noticias- presentó ayer una amplia investigación sobre el uso y abuso de ese software israelí, utilizado por múltiples gobiernos como una agresiva herramienta de intervención de comunicaciones.

El componente mexicano de esa trama ya era conocido a grandes rasgos desde 2017. Diversas instituciones, entre ellas la PGR y el CISEN, compraron en 2014 licencias de Pegasus. Según el fabricante, la empresa israelí NSO, el software solo debía utilizarse en investigaciones de terrorismo y delincuencia organizada.

Pero en México, al igual que en otros países, las autoridades parecen haber rebasado con mucho esos límites. Según un reportaje aparecido en el New York Times en 2017, diversos activistas, periodistas y opositores fueron blanco de las agencias de inteligencia y sus teléfonos fueron infectados con Pegasus, permitiendo con ello que los espías obtuvieran subrepticiamente el control de los aparatos.

La nueva investigación, construida sobre la filtración de una serie de números telefónicos que presuntamente habrían sido blanco de Pegasus, revela detalles adicionales. Uno es especialmente perturbador: el número de teléfono de Cecilio Pineda, un periodista asesinado en Guerrero en 2017, aparece en dos ocasiones en la lista. No está claro si hay una relación entre ese hecho y el homicidio, pero la mera posibilidad para los pelos de punta.

Supuestamente, las instituciones mexicanas no renovaron la licencia con NSO luego de que estalló el escándalo. El actual gobierno federal ha negado categóricamente que se siga utilizando Pegasus. No tengo razón para dudar de esa afirmación.

Pero el problema no era Pegasus en 2017 y no lo es en 2021. El problema es la existencia de un aparato de inteligencia con mandato expansivo y sin controles adecuados. Y para resolverlo, no basta con declaraciones de buena voluntad del presidente de la república. Para evitar que se repitan en el futuro episodios como los reseñados en estos días, se requeriría una reforma democrática de los servicios de inteligencia.

Esa reforma, como ya lo he escrito en varias ocasiones en esta columna, tendría que tener tres componentes esenciales:

1. Un replanteamiento del mandato de las instituciones de la inteligencia, empezando por el CNI (antes CISEN). Esto pasa por una reforma a la Ley de Seguridad Nacional que defina con mucho mayor precisión qué constituye una amenaza a la integridad, estabilidad y permanencia del Estado.

2. Una profesionalización del personal de inteligencia, el cual debería estar protegido por un estatuto de servicio civil de carrera. Eso le permitiría a los funcionarios que laboren en esas áreas resistir a las presiones políticas para investigar a opositores y críticos del gobierno.

3. El fortalecimiento de los mecanismos de control interno y supervisión externa en las agencias de inteligencia. Esto crucialmente pasa por el Congreso (en particular por la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional), pero también por la creación de una visitaduría en el CNI. Ese tipo de mecanismos podrían ser una barrera adicional al uso político de las instituciones de inteligencia.

La actual administración federal no ha hecho ni piensa hacer nada de lo anterior. Su reforma al aparato de inteligencia se limitó a cambiar el nombre y la adscripción administrativa de lo que fue el CISEN.

Entonces tal vez las actuales autoridades ya no usen Pegasus para espiar a periodistas y opositores. Pero la mesa sigue puesta para que alguien en el futuro use algo mucho más potente.

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