En el último día del año pasado, Ricardo Mejía Berdeja, subsecretario de Seguridad Pública en la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC), anunció que el número de víctimas de homicidio doloso habría disminuido 0.4% en 2020 con respecto a 2019.

En principio, esto es una buena noticia: siempre es mejor tener menos víctimas. Sin embargo, el dato amerita algunas acotaciones:

1. Los números para el año completo son aún preliminares. El total de diciembre se conocerá públicamente hasta el 20 de enero y pudiera haber en estos días alguna variación con respecto a la estimación que presentó el subsecretario Mejía.

2. La reducción en el número de víctimas de homicidio doloso es parcialmente compensada con un probable incremento menor en el número de víctimas de feminicidio (+0.3%).

3. De cualquier manera, el movimiento es pequeño. De acuerdo con el subsecretario Mejía, se habrían registrado 125 homicidios menos en 2020 con respecto a 2019. Eso equivale a un homicidio menos cada tres días. Considerando que seguimos muy cerca del pico de violencia homicida en la historia contemporánea del país, el dato no es muy alentador.

Lo que revelan estos datos es que seguimos en una larga y elevada meseta homicida. Desde abril de 2018, el total mensual de víctimas de homicidio doloso y feminicidio se ha mantenido muy cerca de 3000, sin mayor variación a lo largo del periodo.

¿Qué explica esta prolongada estabilidad en niveles altos? No lo sé, para ser franco.

¿Puede ser resultado de un cambio en la política federal de seguridad, como lo argumentan los voceros del actual gobierno? Tal vez, pero vale la pena destacar que la curva se aplanó varios meses antes del cambio de administración en 2018. Y de cualquier forma, no hay por ahora una buena teoría causal que vincule decisiones de las actuales autoridades federales con la estabilización en el número de homicidios.

¿Puede ser el producto de un cambio en el entorno, particularmente la transformación de algunos mercados ilícitos? Creo que puede haber algo allí. No es descabellado suponer que la sustitución de heroína por fentanilo en ciertos segmentos del mercado estadounidense puede estar teniendo algunos efectos pacificadores en las zonas de producción de amapola (particularmente en Guerrero). Sin embargo, a primera vista, eso no parecería suficiente para explicar tres años de estabilidad en el número de homicidios a nivel nacional.

¿Puede ser el resultado de cambios en algunos indicadores socioeconómicos o transformaciones en algunos arreglos institucionales? Sin duda: hace algunos años, el investigador Omar García Ponce encontró una correlación robusta entre el precio del maíz y la tasa de homicidio en algunas zonas rurales. Es muy posible que otras dinámicas similares existan, pero no está enteramente claro cómo operan y de qué tamaño es el efecto.

En resumen, tenemos una comprensión insuficiente del fenómeno homicida en México. Y eso lleva a que la política pública, en todos los niveles de gobierno, sea simplemente inercial. Nadie sabe bien a bien qué funciona para disminuir el uso de la violencia letal en el país.

Entonces, si se quiere pasar de la meseta homicida a una reducción sostenida, las autoridades harían bien en invertir en la generación de conocimiento. No tiene que ser algo grande: podrían ser algunos premios a las mejores tesis en la materia o tal vez algunas becas para estadías posdoctorales dedicadas al tema o algunos recursos para trabajo de campo en proyectos de investigación.

En mi opinión, habría poco dinero tan bien gastado.

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