Esta ha sido una mala semana para las fuerzas armadas.

El lunes, gracias a un reportaje de EL UNIVERSAL, se hizo público un video que aparentemente muestra a soldados ejecutando a un civil herido en Nuevo Laredo, Tamaulipas , minutos después de un enfrentamiento con un grupo de pistoleros.

Horas después de esa revelación, el diario El País presentó una investigación sobre adquisiciones en las secretarías militares. En particular, el artículo refiere que, entre 2013 y 2019, la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) ejerció 2,371 millones de pesos a través de 250 empresas señaladas como fantasmas por el SAT . Una parte importante de esos contratos está aparentemente relacionada con proyectos de obra pública fuera de la esfera militar.

En ambos casos, las autoridades tanto civiles como militares han anunciado que se realizará una investigación y es posible que se llegue a sanciones para algunos responsables específicos.

Pero, más allá de la anécdota, esto revela un problema más de fondo. Dado el fracaso de múltiples instituciones civiles, diversos gobiernos desde hace varias décadas han encomendado cada vez más funciones a las fuerzas armadas.

Además de las tareas del ámbito estrictamente militar, el Ejército y la Marina son las instituciones centrales en materia de protección civil y de respuesta ante desastres naturales. Realizan tareas de reforestación y protección de áreas naturales protegidas. Son, en muchas regiones, el instrumento de implementación de programas sociales. Realizan múltiples obras de infraestructura. Y están, por supuesto, las labores crecientes en materia de seguridad pública que varias administraciones federales les han encomendado, llegando a un paroxismo en el actual gobierno.

Esta avalancha de nuevas responsabilidades ha puesto a las fuerzas armadas en una situación de riesgo. En la medida en que los militares realizan funciones de policía, aumentan las interacciones con los civiles y, en consecuencia, el riesgo de violaciones a los derechos humanos (allí están los casos del Tec de Monterrey o de Tlatlaya, por dar solo dos ejemplos).

Asimismo, al otorgarle mayores funciones a las fuerzas armadas, se incrementa la complejidad burocrática de su operación y se multiplican las oportunidades de corrupción. Esto no significa poner en duda la integridad de soldados y marinos, pero apunta a los riesgos que significa hacer muchas más cosas.

El aumento en las responsabilidades de las fuerzas armadas no ha venido acompañado de un incremento proporcional en los presupuestos militares. El país destina menos de 0.5% del PIB al gasto de defensa, menos que cualquier país latinoamericano y del Caribe, con la excepción de Haití. Asimismo, los presupuestos de Sedena y Semar no han tenido aumentos en términos reales desde 2013.

Tampoco ha habido un fortalecimiento de los mecanismos de control civil sobre las fuerzas armadas. No está de más recordar que, de 1946 a la fecha, no ha habido un solo titular de la Sedena que haya sido removido de su cargo antes de finalizar el sexenio en el que sirvió. México es, además, uno de los dos países latinoamericanos que nunca ha tenido a un civil a la cabeza de su ministerio de defensa.

Esa combinación de más responsabilidades, mismos recursos y pocos controles es de alto riesgo para las fuerzas armadas y, en consecuencia, para el país mismo. En consecuencia, habría que ir revirtiendo esa situación por tres vías: a) delimitando de manera más estricta el ámbito de actuación de los militares, b) revisando al alza el presupuesto de defensa, y c) fortaleciendo los mecanismos de control civil.

Mucho me temo, sin embargo, que eso no va a suceder antes de 2024.

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