El domingo 6 de junio, me despertaré temprano. Dedicaré algo de tiempo a la lectura, un poco de espacio al aliño personal y algo de calma al desayuno. Y luego saldré a votar.

Lo haré porque lo hago siempre: he votado en todas las elecciones a las que he sido convocado desde 1991. Esta es mi undécima elección federal.

Pero, también, voy a votar para agradecerle a todos los que se levantaron antes que yo, a los vecinos que estarán allí en alguna esquina o alguna casa o algún negocio, montando urnas y mamparas, permitiendo que los demás tengamos casilla donde votar, al pie del cañón hasta bien entrada la noche, contando y recontando sufragios, llenando y rellenando actas.

Les digo de una vez que mi voto va a ser útil. Útil para mí: me va a servir para expresar mi pertenencia a esa comunidad imaginaria llamada México, para defender la democracia y las libertades públicas, para sentirme parte de algo mucho más grande que mi vida cotidiana.

Y voy a utilizar mi voto de muchas otras maneras. Va a ser mi declaración de principios, mi expresión de valores, mi manotazo en la mesa, mi sistema de mensajería. Imperfecto, débil y con más interferencia que estación de AM bajo un túnel, pero mío.

Mi voto va a ser también mi abrazo metafórico para todos los que, en medio de la matazón y la tragedia, con una pandemia que no cede, con una violencia que no perdona, irán a la casilla en lugares en los que salir a la calle puede ser actividad de alto riesgo ¿Cómo me podría ver al espejo si yo, en mi relativa seguridad clasemediera, no hiciera lo mismo?

Cuando la noche de ese domingo se cuenten los sufragios, tal vez el mío esté en la bolsa de los perdedores. En otras elecciones, no me importaría mayormente ese desenlace: el voto no es siempre para ganar. Pero en esta ocasión, me pesaría toneladas.

Aquí nos estamos jugando la República, la que lleva erre mayúscula y se representa con gorro frigio. Si las cosas salen mal, ésta bien podría ser, por un buen rato, la última elección con final incierto.

Eso no es mera especulación: el Presidente ha expresado una y otra vez su deseo de destruir el marco institucional que ha permitido la democracia electoral en el último cuarto de siglo. Y lo han acompañado en esas opiniones miembros destacadísimos de su coalición política.

Hace una generación, las elecciones eran una pantomima cuyo desenlace se conocía desde meses antes, con ganadores determinados en trastienda, elegidos con un solo voto, el presidencial. Y ese arreglo tenía consecuencias: un Congreso domesticado, un Poder Judicial sometido, una prensa silenciada, unos gobernadores alineados, una oposición testimonial.

Un país donde nadie le dice no al poder es como un coche en marcha, sin frenos y con el volante atascado: tarde o temprano, se va al barranco. Así nos pasó en 1976, 1982, 1987 y 1994. Así nos ha estado pasando en este año de pandemia. Así nos va a pasar en el futuro si nos preservamos la capacidad para meter el freno y cambiar de dirección.

No me entusiasma la oposición, no tengo mayor simpatía por sus liderazgos y no soy ciego a los miles de defectos de nuestra democracia contrahecha. Pero aquí la discusión no es sobre perfiles o programas o propuestas: es sobre la posibilidad de tener esas discusiones en el futuro. Yo no voy a votar por un partido, sino por un desenlace: quitarle poder al Presidente y preservar los equilibrios de la República.

Y espero ansiosamente, tal vez contra toda esperanza, que, en esta ocasión, mi voto esté en la bolsa de los ganadores.

Les deseo buena jornada electoral.

Twitter: @ahope71