Perdón, pero hoy no tengo ganas de celebrar.

No cuando nos faltan 200 mil mexicanos, devorados por la pandemia. Muertos directa o indirectamente por el virus. Muertos porque obedecieron las instrucciones y se quedaron en casa, mientras se les inflamaban los órganos hasta la atrofia. Muertos porque llegaron a un hospital y les dijeron que su caso no era grave, que no ameritaba más que paracetamol, y que, al cabo de dos días, regresaron al borde de la asfixia, con la oxigenación en el piso, sin siquiera el consuelo de morir acompañados.

Muertos porque el gobierno decidió ahorrar en pruebas y optó por la ceguera, por no identificar tantos casos como se pudiera, por no aislar a los enfermos y rastrear a sus contactos, por no romper las cadenas de contagio.

Muertas porque, aún sin Covid, peregrinaron de más para dar con un hospital que las atendiera. Muertas de peritonitis o de un infarto. Muertas en la ambulancia o a las puertas de una sala de urgencias, mientras se consumían sus últimos minutos a la espera de una prueba rápida. Muertas porque su clínica fue reconvertida, les cancelaron una mastografía y el tumor que era fácilmente operable en marzo hizo metástasis en los meses de espera. Muertas porque debieron posponer una quimioterapia o una cirugía salvadora. Muertas en el altar de las camas vacías.

Muertos porque no pudieron quedarse en casa. Muertos porque, puestos en el dilema de la inanición o el contagio, optaron por lo segundo. Muertos porque un gobierno, paralizado intelectual y moralmente por el fantasma de crisis pasadas, decidió dejarlos a su suerte. Muertos porque no podían parar, porque sobrevivían en la economía informal, porque nadie tuvo la audacia y la imaginación para ayudarlos.

Muertas porque estaban en la primera línea de la batalla. Muertas porque eran doctoras y enfermeras y camillistas y personal de intendencia. Muertas porque han tenido que pasar meses enteros, sin relevo ni descanso, en clínicas Covid. Muertas porque no recibieron a tiempo y en cantidad suficiente su equipo personal de protección. Muertas porque se dejó correr sin control demasiados brotes en demasiados hospitales.

Muertos que eran albañiles y repartidores y cargadores y taxistas. Muertos que trabajaban en los mercados y las centrales de abasto. Muertos que acabaron llenando los panteones improvisados en Iztapalapa o Chalco. Muertos que eran de Tijuana o Culiacán, Cancún o León. Muertos en las ciudades. Muertos en el campo.

Muertas que compartieron destino con tres o cinco o siete integrantes de su familia. Muertas que ya eran octogenarias y muertas que no llegaban a los treinta. Muertas que eran niñas. Muertas que no sobrevivieron a un embarazo. Muertas que tenían diabetes o hipertensión y muertas que no tenían otra cosa más que vida.

Muertos que eran padres, hijos, esposos y amigos. Muertas que dejaron hijas solas y madres destrozadas. Muertos que se quedaron a media existencia. Muertas que dejaron al futuro como incógnita irresoluble.

Muertos y muertas que no son sino prólogo de las muchas decenas de miles de muertes que aún le quedan a la pandemia.

Entonces me perdonarán, pero no estoy de humor para celebrar. No cuando nos faltan tantos.

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alejandrohope@outlook.com

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