En su último informe como secretario sobre el estado de la seguridad pública, Alfonso Durazo presumió caídas importantes en la incidencia de muchos delitos en 2020.

En otras circunstancias, tomaría ese tipo de anuncios con escepticismo: la evolución de los delitos denunciados habitualmente dice muy poco sobre el fenómeno criminal. Por una razón sencilla: la mayoría de los delitos no se denuncia y los que se denuncian no necesariamente son representativos del total.

Sin embargo, la evidencia sugiere que, en este caso, el ahora exsecretario tiene razón. Como comentaba en una columna de la semana pasada, la más reciente Encuesta Nacional de Seguridad Urbana (ENSU), producida por el INEGI, muestra una disminución notable en los niveles de victimización en las principales zonas urbanas del país.

El porcentaje de hogares donde al menos un integrante fue víctima de un delito durante el primer semestre de 2020 se ubicó en 21.8%. En la medición previa, correspondiente al segundo semestre de 2019, el porcentaje comparable fue 35.3%. Considerando delitos específicos, el porcentaje de hogares que fue víctima de un robo o asalto en la calle o el transporte público se cayó casi a la mitad, de 16.1% en la medición previa a 8.5% en este estudio.

¿Qué cambió en estos meses que pudiera producir una reducción de ese tamaño en el número de delitos? Ciertamente no las condiciones sociales. Por el contrario, en este año de crisis, el desempleo se ha disparado hasta niveles no vistos y todo apunta a un incremento enorme de la pobreza y un disparo de la desigualdad.

Tampoco parece haber habido una mejoría significativa en la calidad de las instituciones de seguridad y justicia. Las policías, las fiscalías, los tribunales y las prisiones son lo que eran en enero. Si acaso, enfrentan más restricciones presupuestales que hace un año.

Es también difícil pensar que ha ocurrido un cambio cultural súbito y que ahora los mexicanos tienen un respeto inusitado por la legalidad. O que los controles informales sobre el comportamiento de presuntos delincuentes empezaron a tener una gran eficacia en estos meses.

Lo que cambió es algo más pedestre: las rutinas de las personas. Como resultado de la pandemia, la gente se confinó en casa. La actividad económica se contrajo y miles de negocios cerraron sus puertas. Eso significó una caída radical en las oportunidades para cometer delitos.

Por una razón terrible y con un costo social gigantesco, sin duda. Pero la experiencia debería enseñarles algo que muchos criminólogos saben desde hace mucho tiempo: la mejor manera de reducir el número de delitos es limitando las oportunidades para cometerlos.

Eso no requiere un confinamiento masivo. Pero pasa por imaginar medidas puntuales para aumentar el esfuerzo necesario para cometer delitos o reducir las recompensas que se pueden obtener de estos. Por ejemplo, todo lo que contribuya a reducir el uso del efectivo va a tender a disminuir el robo a negocio. El establecimiento de ciertas barreras físicas (rejas, cerraduras, etc.) puede dificultar el robo a casa habitación. Algunas intervenciones puntuales en el espacio urbano pueden hacer más seguras las calles (instalación de luminarias, construcción de parques, peatonalización de algunas vialidades, etc.).

Nada de eso exige cambiar la disposición de los presuntos delincuentes. O su encarcelamiento masivo. O la reconstrucción del tejido social. O la adopción generalizada de una cultura de la legalidad. Solo necesita imaginación y datos.

La pandemia nos ha dejado un legado terrible. Ojalá, en medio de la tragedia, nos deje también el entendimiento de que es posible prevenir los delitos de otra manera.

alejandrohope@outlook.com
@ahope71

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