El presidente Andrés Manuel López Obrador quiere mostrarse clemente y sacar a muchos reos de prisión. O al menos así lo anunció en una mañanera reciente.

Según informó, la Secretaría de Gobernación prepara un decreto, que estaría listo esta misma semana, para conceder el beneficio de la libertad a cuatro categorías de presos:

“Primero, sentenciados del fuero federal, o mejor dicho, no sentenciados del fuero federal con más de 10 años sin sentencia que no haya cometido delitos graves van a ser liberados…

Dos, adultos mayores de 75 años que estén en las cárceles, también del fuero federal, que no hayan cometido delitos graves ...van a ser liberados.

Tres, adultos mayores de 65 años con enfermedades crónicas que estén en la cárcel y que no hayan cometido delitos graves van a ser liberados.

Y cuatro, todo interno en cárceles federales que haya sido torturado, y se compruebe mediante el Protocolo de Estambul, va a ser liberado.”

Todo esto suena muy bien, salvo por un detalle: varias de esas categorías ya estaban contempladas en la Ley de Amnistía aprobada en abril de 2020. Entonces, ¿para qué un decreto?

Pues lo necesitan porque la Ley de Amnistía es un fiasco. En su primer año de aplicación, según una nota reciente publicada en Animal Político, el gobierno federal solo concedió amnistía a 5 internos, de entre 28,200 personas privadas de la libertad por delitos del fuero federal.

Se entiende entonces que se quiera buscar otro mecanismo. Pero el decreto que propone el presidente tampoco va a tener mayores efectos.

El primer problema es la restricción de edad. Según la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad (Enpol), elaborada por el Inegi en 2016, solo 3.1% de las personas recluidas en el sistema penitenciario nacional tenía más de 60 años. Tal vez las proporciones han cambiado algo en los últimos cinco años, pero dudo que mucho. Y si a esto le añadimos que solo estarían incluidos los reos viejos que hubiesen cometido un delito “no grave” del fuero federal, el número de beneficiarios potenciales se va a un par de cientos cuando mucho.

Tampoco hay mucha población con más de 10 años en prisión. Según la Enpol, 18.6% de la población privada de la libertad había sido detenida ocho años o más antes del levantamiento de la encuesta. Y eso incluye a población procesada y sentenciada. Añádase la restricción por tipo de delito (federal y “no grave”) y estamos de nuevo hablando de algunas de decenas de personas.

La categoría más grande de beneficiarios podría ser la de torturados, dada la alta incidencia de la tortura en nuestro sistema de justicia. Pero allí el problema es la comprobación. La FGR tiene, según datos oficiales, 114 peritos en psicología forense, de los cuales probablemente no más de una docena están certificados para la aplicación del Protocolo de Estambul. La cola apunta a ser larga.

Es bueno que liberen a unas cuantas personas que no representan un riesgo o que han sido víctimas de maltrato e injusticia. Pero hay que entender que van a ser unas cuantas. El número podría crecer si, como lo han anunciado, los gobernadores morenistas se suman al decreto. Habrá que ver cuántos lo hacen y en qué términos.

Pero si al presidente realmente le preocupa el encarcelamiento de inocentes, podría hacer algo mucho más útil: promover la derogación de las reformas que él impulso para triplicar el catálogo de delitos que detonan prisión preventiva oficiosa. Desde que eso sucedió en diciembre de 2018, el número de personas encarceladas sin sentencia ha crecido 25% a nivel nacional.

Eso sí tendría impacto. Eso sí sería una política humanista. Todo lo demás es una simulación.

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