Grupos armados

atacando comunidades pacíficas. Bandas de pistoleros agarrándose a tiros con policías y soldados . Carreteras bloqueadas con vehículos incendiados. Cadáveres botados, balaceras de horas, escenas de guerra.

Estos son hechos de la semana pasada en Michoacán. Pero bien podrían describir casi cualquier momento de los últimos quince años en ese estado. Con la posible excepción de Guerrero, ninguna entidad federativa ha enfrentado un conflicto armado tan largo y complejo en este siglo.

¿Qué lo explica? ¿Cuál es el motor de esa violencia persistente? Van algunas hipótesis:

1. El florecimiento de actores armados en Michoacán no se explica sin la internacionalización de algunos sectores de la economía del estado. Esto es particularmente relevante en el caso de la agroindustria, en especial la producción de aguacate para el mercado externo. Asimismo, ha crecido la importancia del puerto de Lázaro Cárdenas y su zona industrial. Eso ha tenido dos impactos para la economía criminal: por una parte, ha facilitado el comercio exterior ilícito (la importación de precursores y la exportación de drogas), y por la otra, ha creado una fuente local de financiamiento amplio y permanente para grupos armados irregulares.

2. En tiempos recientes, Michoacán ha tenido una historia política convulsa. De 1992 a la fecha, el estado ha tenido nueve gobernadores. En ese periodo, se han registrado tres interinatos y han ocurrido tres alternancias entre partidos distintos. Asimismo, el mapa político del estado es altamente plural: en los 112 municipios michoacanos, hay alcaldes de ocho partidos políticos distintos (además de dos independientes). Esta pluralidad es reflejo de una gran diversidad regional y de una multiplicidad de centros de poder.

3. En ese entorno, no es casualidad que los actores armados, algunos con abierta deriva criminal y otros no tanto, hayan proliferado en el estado desde (por lo menos) dos décadas. La combinación de sectores económicos pujantes e internacionalizados y conflictividad política es casi perfecta para el florecimiento de grupos armados. Y eso fue lo que sucedió en Michoacán desde el inicio del siglo y ha continuado desde entonces.

4. A esto hay que añadirle el fracaso de todas las intervenciones federales desde 2006. La presencia federal nunca ha sido suficientemente grande y duradera para cambiar la ecuación. Más importante, nunca ha estado acompañada de las reformas institucionales y las transformaciones socioeconómicas necesarias para una pacificación de largo aliento. Los esfuerzos federales, a pesar de su espectacularidad, han sido más bien epidérmicos.

5. De manera más inmediata, el conflicto de los últimos días es polvo de los lodos de 2014. En ese año, ante el ascenso de las llamadas autodefensas y su conflicto con los Caballeros Templarios, el gobierno federal lanzó un amplio operativo en Michoacán. Pero, a diferencia de intervenciones previas, las fuerzas federales tejieron una alianza explícita con los grupos de autodefensa. Con indudable éxito: para 2015, prácticamente todo el liderazgo templario había sido capturado o abatido. Pero el costo fue empoderar a los grupos que se presentaban como autodefensas y que eran criminales embozados. De ese embrión, surgieron los Viagras y grupos similares. Y en ese espacio, se metió el CJNG, muchos de cuyos líderes (empezando por Nemesio Oseguera) son michoacanos.

En resumen, el conflicto michoacano no tiene salida sencilla ni soluciones indoloras. Y pensar que no estamos viendo más que un conflicto entre buenos y malos, una disputa entre el Estado y los criminales, es perpetuar una situación que ya ha durado demasiado tiempo.

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