La golpiza a un asaltante en una combi, discutida en este espacio hace dos días, generó un agrio debate en redes sociales sobre la relación entre pobreza, delito y violencia. Como a menudo sucede en Twitter, el asunto rápidamente desembocó en insultos diversos y la discusión encalló en la nada.

El tema, sin embargo, es importante y merece tratarse con seriedad. Van algunos apuntes rápidos y necesariamente incompletos:

1. No se puede negar la relación entre exclusión social y actividad delictiva. No se requiere un complejo instrumental sociológico y estadístico para descubrirla. Basta con revisar las historias de vida de las personas privadas de la libertad. Nuestras prisiones no están pobladas por los hijos del privilegio. Sus moradores son población marginada, golpeada por la deserción escolar, el desempleo y la falta de oportunidades. Hay que ser muy necio o muy ciego para no ver esa realidad.

2. Sin embargo, para entender la relación entre pobreza y delito, hay que analizar a un grupo que, a pesar de su número, no figura prominentemente en estas discusiones: los pobres que no cometen delitos. Ya en alguna columna estimé que, en cualquier momento dado, aproximadamente 120 mil personas son responsables de 80% de los delitos que se cometen en este país. Contrástese ese número con los 55 millones de pobres que hay en el país según el CONEVAL (o había hasta antes de la actual crisis). Mi estimación podría estar mal por un orden de magnitud y el hecho central no cambiaría: la inmensa mayoría de los pobres, marginados o excluidos no comete delitos (y, mucho menos, delitos violentos).

3. Para reforzar esta idea, hay que detenerse en un dato fundamental: hay considerablemente más mujeres que hombres en condiciones de pobreza y marginación. En cambio, el delito (y sobre todo el delito violento) es un fenómeno mayoritariamente masculino: según datos de la ENVIPE 2019, en 92% de los delitos donde la víctima estuvo presente y pudo determinar el género del agresor, participaron hombres (y en nueve de cada 10 de esos delitos, los perpetradores eran solo hombres). Algo similar sucede cuando se hace la distinción entre zonas rurales y urbanas: hay proporcionalmente más pobreza en el campo que en las ciudades, pero el delito (y más el delito patrimonial violento) tiene un poderoso sesgo urbano.

4. Este par de ejemplos sirve para señalar que la relación entre indicadores socioeconómicos y actividad delictiva existe indudablemente, pero no es mecánica ni directa. Está mediada por múltiples factores sociales, históricos, institucionales, geográficos y hasta climáticos. Dos colonias con condiciones sociales similares pueden tener perfiles delictivos muy distintos por diferencias relativamente menores en equipamiento urbano o dotación de servicios (una buena escuela puede ser un gran factor diferenciador, por ejemplo). A nivel individual, condiciones específicas de la vida familiar (la violencia física al interior del hogar, por ejemplo) puede generar divergencias enormes en las trayectorias vitales de dos personas con carencias similares. A nivel colectivo, la desigualdad y la falta de movilidad social pueden pesar más que la pobreza en la incidencia delictiva. Pero ese peso también pasa por el tamiz de otros fenómenos sociales.

En resumen, ser pobre no te hace delincuente, pero, si cometes delitos, es probable que vengas de la pobreza. Ambas cosas son ciertas y no es pecado aceptar que, a veces, el mundo es irremediablemente complicado.

Twitter: @ahope71

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