A mediados de la semana pasada, con la atención de los medios nacionales puesta en las llamas que destruyeron al Baby’O en Acapulco, empezó a circular un video de una ejecución masiva, presuntamente cometida en los alrededores de Iguala.

Las imágenes son atroces. Muestran el interrogatorio, tortura, mutilación y asesinato de una veintena de personas. Los hombres encapuchados que los tienen cautivos se identifican como “gente de la sierra” y presuntamente pertenecerían a un grupo armado conocido como los Tlacos (por su origen en el poblado de Tlacotepec, ubicado en el municipio de Heliodoro Castillo).

En medio de bestiales amenazas y tormentos, las víctimas afirman pertenecer a La Bandera, una supuesta célula de los Guerreros Unidos, el grupo armado que habría estado vinculado a la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014. Con la información disponible, es imposible saber si decían la verdad o solo lo que querían escuchar los asesinos.

Este video es un recordatorio brutal de la persistencia de la violencia en Guerrero.

Hasta mediados de la década pasada, ese estado sureño había sido uno de los nodos centrales de la epidemia de homicidios en México. Entre 2009 y 2017, ocupó sin falta el primer o segundo lugar entre las entidades federativas por tasa de homicidio.

Pero a partir de 2018, la situación dio un vuelco. El número de asesinatos empezó a disminuir de manera sostenida en Guerrero. Para 2020, los homicidios habían disminuido 43% en términos absolutos con respecto al pico alcanzado en 2017. Por tasa de homicidio, el estado pasó del segundo al noveno lugar nacional en el mismo periodo.

¿Qué sucedió en Guerrero en esos años? Para ser sincero, no está claro. Mi colega Eduardo Guerrero argumentaba hace algunos meses que, durante el mandato del gobernador Héctor Astudillo, una mejor coordinación con autoridades federales había permitido una serie de intervenciones en diversas policías municipales infiltradas por grupos delictivos. Eso a su vez habría reducido los márgenes de acción de esos actores criminales. No es una teoría descabellada.

Por otra parte, la relativa pacificación pudo haber ocurrido como resultado de un factor exógeno: la sustitución de la heroína por el fentanilo, un opiáceo sintético producido mayoritariamente en Asia, en el mercado estadounidense. Como han documentado varios especialistas (http://bit.ly/2Hv7Tuk), ese fenómeno de mercado habría producido el desplome del precio de la goma de opio a partir de 2018. Ese efecto se habría sentido de manera notable en Guerrero, la principal zona de producción de amapola en México. En algunas comunidades serranas, el precio habría caído de 20,000 a 4,000 pesos por kilo.

Sin embargo, según datos de Noria Research, ese proceso parece haberse revertido parcialmente en el último año. A principios de 2021, las estimaciones de precio promedio ofrecido a los campesinos por kilo de goma en Guerrero eran de 15,000 pesos por kilo.

Ese repunte aún no se nota en las cifras de homicidios a nivel estatal, pero podría estar empezando a atizar los conflictos en comunidades vinculadas a la economía de la amapola y el opio. Combinado con la inestabilidad que acompaña siempre a un cambio de gobierno, esa tensión podría conducir a una nueva escalada homicida.

La ejecución masiva en Iguala podría ser una manifestación temprana de ese proceso. Dado el contexto, las autoridades, tanto estatales como federales, harían bien en no minimizar el hecho.

El incendio nunca está muy lejos en Guerrero.

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