La semana pasada, la secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana, Rosa Icela Rodríguez, compareció en la Cámara de Diputados e hizo una vigorosa defensa de la política de seguridad del gobierno federal.

En específico, se refirió a la controvertida fórmula del presidente López Obrador para diferenciarse de gobiernos anteriores: “La política de abrazos, no balazos es sinónimo del uso de la inteligencia. Abrazos, no balazos nos ha permitido que no haya más decesos de personas inocentes.”

Este asunto no deja de ser curioso. Tanto el gobierno como sus críticos afirman que en efecto existe una política de “abrazos, no balazos”. Desde una trinchera, se defiende el concepto como expresión de humanismo. Desde la contraria, se le ve como una cobarde rendición ante la delincuencia

El problema es que la política en cuestión no existe. Al menos, cuenta trabajo identificar dónde están los mentados abrazos. Consideren lo siguiente:

El gobierno actual ha desplegado 80,000 elementos militares para tareas de seguridad pública, además del personal comisionado en la Guardia Nacional.

Desde 2018, el Ejército ha tenido 640 enfrentamientos con civiles armados. El resultado oficial: 515 presuntos agresores muertos, 89 lesionados y 381 detenidos. Eso implica una tasa de letalidad (la razón de muertos a lesionados) superior a la registrada en el sexenio pasado y no muy distinta a la registrada en el gobierno de Felipe Calderón.

El número de internos en el sistema penitenciario nacional ha pasado de 197 mil a más de 220 mil desde 2018. El 83% de ese incremento se explica por el aumento de los procesados, es decir, las personas que están enfrentando su proceso penal en prisión. Esto es resultado de haber triplicado el tamaño del catálogo de delitos que detonan prisión preventiva oficiosa.

En los primeros treinta meses de esta administración, fueron decomisadas casi 40 toneladas de cocaína. Esa cifra es casi idéntica a la incautada en los tres últimos años del gobierno anterior.

Como parte del llamado esfuerzo nacional contra el narcotráfico, las dependencias federales detuvieron en los primeros treinta meses del sexenio a 45,204 personas presuntamente vinculadas a delitos contra la salud.

Si bien a un ritmo menor que en las dos administraciones previas, el actual gobierno ha detenido a un buen número de presuntos cabecillas del crimen organizado, incluyendo a José Antonio Yépez, alias el Marro, y Rosalinda González Valencia, esposa de Nemesio Oseguera, alias el Mencho.

Nada de lo anterior es particularmente abrazador. Y la agenda más amorosa del gobierno federal ha resultado ser un fiasco absoluto. Entre abril de 2020 y agosto de 2021, solo cinco personas fueron liberadas como producto de la ley de amnistía aprobada el año pasado. El decreto aprobado en agosto de 2021 no ha corrido mejor suerte: los beneficiarios se cuentan también con los dedos de una mano.

Por otra parte, el gobierno no se ha comprometido con algún mecanismo de justicia transicional. La Comisión de la Verdad sobre el caso Ayotzinapa no ha dado los resultados esperados (por decirlo de algún modo). Por último, la oferta de programas sociales orientados a la prevención del delito ha sido más bien escasa (por decirlo de algún modo).

Esto lleva a una conclusión obvia: más allá de la retórica, la política de seguridad del actual gobierno es altamente punitiva. En algunas métricas, la mano es mucho más dura en estos años que en cualquier momento de los últimos tres lustros.

La estrategia es de balazos reales y abrazos simulados.

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