Para acercarnos al problema que se plantea en el título, sentimos la necesidad de avanzar en la formulación de la destrucción creativa y el posible vaciamiento de lo humano. Trataremos de abordarlo con claridad. Asimismo, la promesa que acompaña a la inteligencia artificial es seductora e inquietante: trabajar dejará de ser una necesidad y pasará a convertirse en una opción. En esa formulación -machaconamente repetida con entusiasmo por los optimistas tecnológicos- se condensa una mutación profunda del imaginario moderno del trabajo. No se trata, es lo que sostenemos, sólo de una nueva revolución tecnológica, sino de un desplazamiento histórico que pone en cuestión el contenido mismo de lo humano en el proceso de trabajo.

  • La frase de Elon Musk, a saber, “si la tendencia actual de la IA y la robótica sigue, […] trabajar será opcional”, funciona como consigna de época. Recordemos lo enunciado por Ehrenburg: “sobre la gente pesa una maldición: el trabajo. Aquí no mienten los abates. No hay que liberar a la gente de los Capetos, sino del trabajo” (expresión adjudicada originalmente a Jean-Paul Marat, una figura prominente de la Revolución Francesa, escrita en el periódico, L'Ami du peuple, citado por Ehrenburg, 1929: 14). Sin embargo, detrás de esa aparente emancipación planteada por Musk, se esconde una pregunta decisiva: ¿qué ocurre cuando el trabajo humano deja de ser necesario no sólo para producir bienes, sino incluso para producir máquinas que producen máquinas?

Aquí aparece una intuición temprana y brutal, formulada hace casi un siglo por Iliá Ehrenburg. Citamos ampliamente: “El ser humano nace de una mujer, es decir, de otro ser humano. Las máquinas deben producir otras máquinas. En cuanto a los trabajadores, tenemos que modificarlos, hacerlos más cercanos a un tipo de máquina, de manera que mientras estén trabajando dejen de pensar. No se trata de una novela utópica, sino de la única solución sensata para la cuestión obrera. Un hombre privado de ejercicios intelectuales es mucho más práctico para la producción de máquinas que un ingeniero mecánico altamente calificado” (Ehrenburg, primera edición en ruso en 1929, al castellano, 2023: 27). Pero extrapolando a Musk, de lo que se trata no es que la máquina reproduzca al hombre en el sentido de estar privado del ejercicio intelectual, sino de que tenga autonomía en cuanto al sentido de creación.

Repensamos, estamos lejos de una distopía literaria, en donde la solución “sensata” para la cuestión obrera pasaba por vaciar de contenido intelectual al trabajador, pues hoy la inteligencia artificial parece llevar esa lógica un paso más allá: ya no se trata solamente de adaptar al trabajador a la máquina, rompamos esa frontera, pues desde parte de la formulación discursiva de los grandes propietarios de la IA, de lo que se trata es de prescindir del trabajador, sustancialmente del trabajo humano.

Tomando con pinzas los planteos de Musk y S. Altman, cada uno por su lado y con matices, lo que se aprecia es el asedio a lo específicamente humano. Recordemos lo apuntado por Karl Marx, cuando definió con precisión quirúrgica aquello que distingue al trabajo humano del comportamiento animal: “Una araña ejecuta operaciones que semejan a las manipulaciones del tejedor, y la construcción de los panales de las abejas podría avergonzar, por su perfección, a más de un maestro de obras. Pero, hay algo en que el peor maestro de obras aventaja, desde luego, a la mejor abeja, y es el hecho de que, antes de ejecutar la construcción, la proyecta en su cerebro. Al final del proceso de trabajo, brota un resultado que antes de comenzar el proceso existía ya en la mente del obrero; es decir, un resultado que tenía ya existencia ideal. El obrero no se limita a hacer cambiar de forma la materia que le brinda la naturaleza, sino que, al mismo tiempo, realiza en ella su fin, fin que él sabe que rige como una ley las modalidades de su actuación y al que tiene necesariamente que supeditar su voluntad”. Sigamos con la saga planteada por Marx: El uso y la fabricación de medios de trabajo, aunque en germen se presenten ya en ciertas especies animales, caracterizan el proceso de trabajo específicamente humano, razón por la cual Franklin define al hombre como “a toolmaking animal”, o sea como un animal que fabrica instrumentos”. Acudamos a las necesarias preguntas, ¿qué ocurre cuando la fabricación de instrumentos deja de requerir la proyección humana, cuando la máquina aprende, decide y produce otra máquina sin mediación humana directa? ¿Qué pasa cuando no hay un comando humano, vamos a plantearlo así, detrás de la concepción y ejecución tecnológica?

Es en este punto donde la inteligencia artificial introduce una mutación cualitativa. Ya no estamos sólo ante la sustitución de fuerza muscular o de tareas repetitivas. La IA invade el corazón del trabajo humano: diagnóstico, planificación, escritura, traducción, programación, toma de decisiones. Lo que se erosiona no es únicamente el empleo, sino la centralidad histórica del trabajo humano como forma de mediación con el mundo.

De ahí la pertinencia de hablar del tránsito -programado desde quienes detentan la propiedad de la IA- del homo faber al machine faber. No es una metáfora abusiva, es la descripción de un proceso en el que la máquina no sólo ejecuta, sino que concibe, aprende y reproduce su propia lógica.

En este nuestro tiempo, considerando las condiciones tecnológicas que nos acosan, Schumpeter se encuentra bajo presión, supuesta la erosión de su argumento sobre la destrucción creativa, dado que al menos en la condición humana, en el futuro próximo, deja de ser creativa.

Durante gran parte del siglo XX, la tesis de la destrucción creativa de Joseph Schumpeter funcionó como un poderoso dispositivo de legitimación del capitalismo. La innovación destruía empleos, empresas y oficios, pero creaba otros nuevos. El sufrimiento social quedaba justificado por la promesa de una reabsorción futura del trabajo desplazado.

Ese esquema descansaba en varios supuestos: la innovación liberaba fuerza de trabajo que luego sería reabsorbida; los nuevos sectores demandarían nuevas calificaciones; existiría un tiempo social de transición; el trabajo humano seguiría siendo el factor productivo central. Empero, la inteligencia artificial pone en crisis simultáneamente todos esos supuestos. No se trata de una innovación sectorial, sino de una tecnología general de control, decisión y sustitución cognitiva. La creación de empleo asociada a la IA es cuantitativamente insuficiente, socialmente concentrada y excluyente. Los nuevos trabajos -ingenieros de datos, científicos computacionales, propietarios de plataformas- no compensan ni remotamente los millones de empleos desplazados.

Aquí cobra sentido la advertencia de Geoffrey Hinton: quienes pierdan su empleo “no tendrán otro al que ir”. No es una exageración apocalíptica, sino el reconocimiento de que la IA elimina el “afuera” productivo que hacía operativa la lógica schumpeteriana. No hay nuevos sectores capaces de absorber masivamente a los desplazados. No hay tiempos largos de reconversión. No hay equivalentes funcionales. El resultado es el paso de la destrucción creativa a una destrucción sin compensación, una dinámica estructural de prescindibilidad humana. Prada lo señala con claridad: la transformación digital, impulsada por grandes conglomerados financieros y tecnológicos, produce una concentración de riqueza inédita y, al mismo tiempo, escenarios de desempleo masivo, con tasas potenciales superiores al 50% (Prada, 2019: 31-32). La promesa de elegir si se trabaja o no, se sostiene sobre una estructura social profundamente desigual.

Frente a este escenario, el optimismo tecnológico cumple una función ideológica precisa. Como advirtió Neil Postman, los “tecnófilos” son aquellos que “solo ven lo que pueden mejorar de las nuevas tecnologías y son incapaces de imaginar qué es lo que destruirán” (Postman, 1994: 15). El discurso del trabajo opcional oculta sistemáticamente las relaciones de poder que gobiernan la propiedad y el control de la IA.

Aquí aparece el contraste decisivo entre Musk y Hinton. Ambos describen el mismo proceso: la desaparición del trabajo como necesidad estructural. Hinton nombra el efecto social real; Musk ofrece la narrativa legitimadora. Donde uno advierte exclusión, el otro promete libertad. Pero sin control social de la tecnología ni redistribución del excedente, la “elección” de no trabajar no es libertad: es expulsión/exclusión.

Dados los efectos de la IA en la vida democrática, cosa que hemos abordado en otros momentos, la pregunta apunta a clarificar si se trata del fin del trabajo o si se trata del fin del pacto social. Desde este ángulo, la cuestión central no es si la IA acabará con el trabajo en abstracto, sino si el capitalismo contemporáneo puede sobrevivir a la erosión de su base social. Un capitalismo altamente automatizado reduce salarios, debilita el consumo y socava su propia legitimidad política. La creación deja de ser social; la destrucción se socializa. Sobre esto, retomando a Marx, se problematiza parte de su estructura teórica, pues el ejército industrial de reserva, que no es un efecto accidental, sino un mecanismo funcional del capitalismo, abre las compuertas a la producción constante de población sobrante (que en su momento permite disciplinar a la fuerza de trabajo activa, contener salarios y asegurar la dominación del capital sobre el trabajo).

La novedad introducida por la IA no es la existencia de desempleo tecnológico, sino su carácter cualitativamente distinto. A diferencia de las crisis cíclicas o de las reconversiones sectoriales, la automatización cognitiva produce una sobrepoblación relativa permanente, no transitoria. No se trata ya de una masa disponible para futuros ciclos de expansión, sino de una población sin expectativa real de reincorporación productiva. Recordemos lo apuntado líneas atrás al citar a Prada, como resultado de investigaciones en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, con “escenarios potenciales futuros con tasas de paro superiores al 50 por ciento”.

La promesa de un mundo donde trabajar sea opcional sólo tendría sentido bajo condiciones hoy inexistentes: control democrático de la IA, redistribución masiva y permanente del excedente, garantía universal de derechos materiales y ruptura con la ética salarial como criterio de valor social. Sin estas condiciones sine qua non, la inteligencia artificial no inaugura una utopía post-laboral, sino una nueva fase histórica de exclusión.

Quizá el verdadero quiebre de la destrucción creativa no resida únicamente en la pérdida de empleos, sino en algo más profundo: la destitución de lo específicamente humano en el proceso productivo. No se trata, para nada, del tránsito del reino de la necesidad al reino de la libertad, aunque Musk edulcore su argumento con el planteo de que el hombre elegirá qué hacer. En proyección, cuando las máquinas hacen máquinas, con la capacidad de construir autonomía de una máquina para generar otra, sin el comando humano detrás, lo que se destruye ya no es sólo trabajo, sino el sentido mismo del homo faber. Por eso hablamos del tránsito (programado, desde los que detentan la propiedad de la IA) del homo faber a la machine faber.

PS. Palestina libre. Una buena Navidad (la deseo sinceramente) exige que la paz sea real, que cuando se marche por los caminos a Belén no haya bombas en su suelo que destruyan la vida de niñas y niños palestinos.

(UAM) alexpinosa@hotmail.com

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